El Eco De Algo Que Nunca Termina': una ciudad distorsionada bajo una tormenta de relojes derretidos. En el centro, una ventana dividida en tres paneles muestra a una mujer ante un espejo roto, un niño corriendo hacia un coche fantasma y un reloj de arena con arena negra flotando hacia arriba. En la mesa, una taza de café agrietada emana humo congelado, mientras hilos dorados de relojería se enredan en los dedos de la protagonista. Luces neón violetas y verdes proyectan sombras de engranajes en su rostro, y un relámpago eterno ilumina la risa congelada del niño.

El Eco De Algo Que Nunca Termina | Un Relato Atrapado En El Tiempo

El reloj de arena sobre la mesa había dejado de caer hacía años, sus cristales atrapados en un eterno crepúsculo de sílice. Junto a él, la taza aún humeaba… pero cuando la tocó, el calor ya se había desvanecido.

El líquido estaba helado.

Igual de frío que la despedida de su madre en el hospital, cuando su mano temblorosa se deslizó de la suya sin fuerzas.

Igual de frío que la risa de su hermano, cortada por el chirrido de los frenos aquella tarde de lluvia, un sonido que aún resonaba en sus huesos. El eco de algo que nunca termina.

Dio un paso atrás y el suelo cambió.

Ahora era mármol. Blanco, pulido.

Su oficina en la empresa, años atrás.

Reconoció el peso de la chaqueta sobre sus hombros, la rigidez de su postura.

El teléfono sonaba.

Su jefe la llamaba por su nombre.

Por un instante, casi giró la cabeza, casi respondió.

Parpadeó y se vio a sí misma, con el pelo recogido, su agenda abierta sobre la mesa.

Sintió la certeza asfixiante de que, en este instante, aún podía cambiar de opinión.

Pero no lo haría.

La carta de renuncia seguía doblada en su mente, intacta, mientras el eco de la lluvia de aquella tarde fatal golpeaba las ventanas de su memoria.

Parpadeó de nuevo.

Oscuridad.

Cuando la luz volvió, estaba en la casa donde creció.

El olor a pan recién hecho la envolvió con la calidez de una memoria intacta.

Su madre canturreaba en la cocina, y ella —una niña de diez años— dibujaba en el suelo.

Pudo ver los trazos de cera sobre el papel, la línea torcida de un sol amarillo.

Se giró, con la urgencia de aferrarse a ese instante, pero algo iba mal.

El cuerpo de la niña no le pertenecía.

No sentía el suelo bajo las manos.

—Mamá, ¿dónde está él? —preguntó, y su voz salió débil, infantil. La madre giró apenas, el delantal manchado de harina, y murmuró: —Donde el sol no se tuerce, cariño. La lluvia lo guarda.

La madre dejó de cantar. Solo un silencio espeso respondió, pesado… como el eco de algo que nunca termina.

Parpadeó.

El aire olía a lluvia.

Su pecho se contrajo con una nostalgia sofocante.

Reconocía ese sonido.

Su hermano reía, y el sonido no era un eco del pasado, sino un filo hundiéndose en su piel.

La lluvia azotaba la tierra con furia, pero no tenía el poder de borrar la frontera invisible que los separaba.

Él corría, ligero, intacto, con la risa despreocupada de quien aún no ha aprendido el peso de la pérdida, de quien no teme al olvido porque todavía no ha sentido su filo.

Ella, en cambio, se hundía.
Las rodillas clavadas en el barro, anclada al peso insoportable de todo lo que aún no había sucedido, pero que ya la estaba devorando.

No era la tormenta lo que la asustaba.

Era la certeza de que, si él cruzaba esa cortina de agua, se iría para siempre.

Y él estaba a punto de cruzarla.

Quiso llamarlo.

Advertirle que no saliera.

Que se quedara con ella.

—¡Vuelve! —gritó, y el sonido se ahogó en su garganta como si el agua misma lo hubiera tragado.

Él la miró.

Solo un instante.

Solo el reflejo de un relámpago en sus ojos.

Parpadeó.

De vuelta en su apartamento.

Los relojes aún rotos.

El café aún frío.

El mundo entero se contrajo, cerrándose sobre ella como una fosa sin aire.

Su aliento se volvió un hilo frágil, como si algo estuviera succionándola desde dentro, despojándola del derecho a habitar su propio cuerpo.

Se aferró a la nada y avanzó a tientas hasta la ventana. Su reflejo la esperaba allí, desdibujado, casi ajeno, oscilando entre el presente y algo que nunca terminó de ser.

La mujer del cristal tenía el cabello más corto.

O más largo.

El rostro estaba apenas fuera de foco, como una imagen que no terminaba de asentarse.

Era ella, pero no la misma.

El teléfono sonó.

Un eco hiriente en el aire muerto.

Atendió con una mano temblorosa.

—¿Hola?

Un silencio pesado.

Luego, una voz familiar, seca como papel viejo.

—No tienes mucho tiempo.

Un ruido sordo.

Un eco de pasos.

El teléfono desapareció de su mano. En el vacío que dejó, escuchó el eco de algo que nunca termina… y miró la taza de café sobre la mesa.

Aún humeaba.

O quizá nunca lo hizo.

Entonces lo oyó.

El chirrido de frenos… distante, pero afilado como un cuchillo mellado, rasgando el silencio con una herida que no cicatrizaba.

El aire se espesó, denso de lluvia ausente, cargado de un peso que no pertenecía al presente.

Su reflejo en la ventana dejó de ser un borrón.

Era su hermano. Inmóvil bajo la tormenta que lo reclamaba.

Ojos abiertos. Risa apagada.

Atrapado en un relámpago eterno, condenado a repetirse en un destello que nunca llegaba a morir.

Ella extendió la mano hacia el cristal.

Sus dedos Temblaron.

Solo tocaron frío.

Ella vio la taza sobre la mesa.

Ella sintió el peso de los años en su palma.

Ella supo que no había vuelta atrás.

La taza cayó al suelo.

Se hizo añicos con un eco lento.

Silencio.

El tiempo se detuvo.

Y ella, por fin, lo alcanzó.


 

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Mercedes Soriano Trapero
23 de febrero de 2025 10:24

Hola, Miguel, uuuffff, muy bueno. Con un ritmo trepidante, dando saltos en el tiempo, con recuerdos, nostalgia y tiempo, el que no tiene la protagonista, pero que pesa como una losa en algunos momentos… O ese no temor al olvido cuando aún no se ha sentido su filo, estupenda imagen. Un cuento de doble lectura, una al ritmo frenético del texto y el tiempo, y otra para detenerse y saborear los detalles, un cuento como la vida en definitiva.
Un abrazo. 🤗

Cabrónidas
24 de febrero de 2025 16:26

Es un relato muy visual y muy medido. De esos relatos que incluso piden una segunda lectura.:)

Miguel Ángel Díaz Díaz
9 de marzo de 2025 11:39

¡Qué intenso y trepidante, tocayo!
Con ese tiempo que avanza tan rápido hasta volverse eterno y omnipresente, que quieres remediar pero no olvidas, refleja un dolor insondable perfectamente desarrollado en la historia. Es la primera historia tuya que leo y me parece excelentemente desarrollada.
Un fuerte abrazo 🙂

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