El Despertar

La luz era ajena. Un rayo dorado se colaba por la ventana, acariciando el techo con sombras inquietas. Sus párpados temblaron antes de ceder, y en ese instante, sintió un peso extraño oprimiéndole el pecho. Cuando sus ojos finalmente se abrieron, el mundo lo golpeó con toda su gravedad.

El aire tenía la densidad de los sueños rotos. Su cuerpo, inerte durante demasiado tiempo, respondió con un leve estremecimiento. Intentó mover los dedos, pero solo obtuvo un temblor débil, torpe. A su lado, el monitor cardiaco pulsaba con un ritmo errático, como si se burlara de su fragilidad.

La memoria era un océano oscuro, sin orillas. No sabía dónde estaba, ni cómo había llegado allí. ¿Un hospital, quizás?

Y entonces, una voz.

—Papá…

Un latigazo en el pecho.

Ella.

La niebla en su mente se agitó. Había estado atrapado en algún lugar entre el tiempo y el olvido, peleando por volver, por sostener aquella pequeña mano entre las suyas.

Con un esfuerzo titánico, giró la cabeza.

La vio.

Pero la niña no estaba.

Frente a él, una mujer.

Líneas que no debían existir surcaban su rostro. Hilos de ceniza se entrelazaban en su cabello. Sus ojos, aquellos mismos que recordaba llenos de inocencia, contenían siglos.

El estómago se le encogió.

—Papá… —repitió ella, la voz quebrada.

Algo dentro de él se rompió.

No podía ser cierto.

Su pequeña… su hija… ahora era una extraña con el rostro de alguien que había vivido demasiado.

—No… —su propia voz, oxidada por años de silencio, apenas fue un susurro.

Pero no había error. Aquellas facciones eran las mismas, una sombra distorsionada de los recuerdos que aún ardían en su mente.

Había luchado por regresar con ella. Con su esposa.

Su esposa.

Sus ojos recorrieron la habitación con desesperación. Tenía que estar allí. Siempre estaba allí. Pero el espacio junto a su hija estaba vacío.

El aire se tornó irrespirable.

—Mamá… —musitó.

Ella cerró los ojos. Un temblor sutil recorrió su rostro, como una ola antes de romperse.

—Se fue, papá. Hace muchos años.

El golpe fue seco. Irrevocable.

En su mente, la imagen de ella se encendió como un fuego. Joven, luminosa, con el cabello atrapando destellos de sol al atardecer. Su risa flotaba en el aire, su perfume a lavanda y hogar lo envolvía.

Pero todo era ceniza.

Su cuerpo flaqueó y la máquina a su lado emitió un sonido errático. Sintió una presión en la mano y, al bajar la vista, vio los dedos de su hija envolviendo los suyos con firmeza.

No eran los dedos de una niña.

Las lágrimas llegaron sin permiso. Un torrente silencioso. Era un animal enjaulado en su propia piel, su vida reducida a un instante robado. No había transición, solo la brutalidad de la verdad. No había despertado: solo había saltado de un abismo a otro.

—Lo lograste, papá… —susurró ella, la voz temblando bajo el peso de los años.

¿Lo logró?

No.

Había vuelto a una ruina. A las sombras de lo que una vez fue.

Y sin embargo, su hija estaba allí.

Con un último esfuerzo, extendió la mano. Ella la sostuvo con más fuerza.

Apretó los labios. Una certeza helada lo recorrió: el tiempo no le había arrebatado la vida, pero se había llevado todo lo que importaba.

Un murmullo escapó de sus labios, un ruego al universo:

—Perdóname…

Ella lo abrazó, y él, destrozado, se dejó hundir en la única verdad que le quedaba.

La piel de su hija temblaba contra la suya. Su única ancla.

En algún rincón de su mente, un reloj se detuvo.

Y él, por fin, se permitió llorar.



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Themis
2 de marzo de 2025 14:26

Hola, pasé a darme una vueltecita por tu blog, leer alguna de tus entradas, impactante historia esta que narras, te deja con un suspiro desde el alma que se suelta luego de una gran contención del aire mientras se va leyendo. Desconsuelo, irremediable el tiempo pasado, sin embargo al final el encuentro se logra y………………… muy bueno, abrazo grande Themis

Cabrónidas
Responder a  Themis
3 de marzo de 2025 18:07

El despertar de un largo coma…

Dakota
2 de marzo de 2025 20:19

Hola Tarkion, un relato magnífico, muy emocionante desde que se comienza a leer.
Un abrazo!!

Mercedes Soriano Trapero
3 de marzo de 2025 10:12

Hola, Miguel, uuuffff, qué triste. En un primer momento, me estaba recordando al libro de Isabel Allende, El amante japonés, hay una escena en la que alguien muere (lo cuento así para no destriparlo, por si lo quieres leer) y su amor de toda la vida, ya muerto, acude a por ella; pensaba que en tu relato ocurría algo por el estilo, se intuye aunque él ve a la hija, quizá la hija es el vivo recuerdo de su esposa.
Muy bueno.
Un abrazo. 🙂

Miguelángel Díaz
Miguelángel Díaz
29 de marzo de 2025 20:27

Vaya relato, tocayo.
Es de estos que llegan muy hondo, con unas circunstancias por las que muchos podemos pasar en uno o ambos roles. Emociona leerlo.
Un fuerte abrazo 🙂

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