El Eco Del Abismo

⚠️ Advertencia
Este relato contiene elementos que pueden resultar emocionalmente intensos o generar inquietud existencial. Si eres una persona especialmente sensible al terror psicológico o a lo desconocido, procede con cautela.


—¿Pulso? ¿Estás del todo seguro, Aris? Llevamos cuarenta y ocho horas monitorizándolo. Estaba tan muerto como… bueno, como algo que nunca ha estado realmente vivo.

La voz del Dr. Samuel Holloway resonaba metálica, quebrada por la estática y la incredulidad, a través del comunicador interno. El Dr. Aris Thorne se inclinó sobre la consola, el reflejo verdoso de la pantalla iluminando su rostro tenso. La línea errática que ahora danzaba en el monitor principal era una burla a todo lo que creía saber. Un pitido bajo, sincopado, como el latido enfermo de un corazón imposible, acompañaba la gráfica.

—No es un pulso cardiaco, Sam. Bioelectricidad anómala, quizás. Ni siquiera estoy seguro de qué es —replicó Aris, sin apartar la vista, sintiendo un escalofrío que nada tenía que ver con la temperatura controlada de la sala—. Pero es rítmico. Y no estaba ahí hace cinco minutos. Compruébalo tú mismo desde la sala B.

La curiosidad científica, esa vieja amante exigente, luchaba contra un miedo primario que le erizaba la piel.

Silencio. Solo el zumbido constante de la maquinaria de soporte vital y ese latido antinatural, un tambor lejano marcando un compás imposible desde el otro lado del cristal blindado. La criatura —El Leviatán Varado, lo llamaba Aris en sus notas privadas; la Cosa, decían los militares con apenas disimulado desprecio— yacía inmensa bajo la luz blanca y estéril del hangar subterráneo. Su piel, de un gris translúcido que recordaba al cartílago enfermo o a la quitina alienígena, parecía absorber la luz, devorarla más que reflejarla. Su tamaño rivalizaba con el de una ballena azul, pero su morfología era una blasfemia contra la biología terrestre. No había aletas evidentes, ni cola definida, solo una masa orgánica colosal, varada en la plancha de acero reforzado como un dios muerto caído de un firmamento impensable.

—Confirmo, Aris. Lo estoy viendo. Joder… ¿Variaciones térmicas?

—Negativo. Sigue a la misma temperatura ambiente. Pero… mira la sección anterior. La que identificamos como… cabeza.

En el extremo más voluminoso de la criatura, una protuberancia bulbosa, lisa, desprovista de ojos, boca o cualquier rasgo que Aris pudiera asociar con la vida terrestre, comenzó a… vibrar. Una red de apéndices tubulares, antes flácidos y pegados a la superficie como tentáculos muertos, se irguió lentamente, tensándose como dedos artríticos bajo una voluntad ajena. Comenzaron a hincharse, pulsando al mismo ritmo imposible que la gráfica en la pantalla de Aris, llenándose de un gas pálido y luminiscente visible a través de su membrana semitransparente.

—Dios mío… —susurró Holloway, su voz apenas audible—. ¿Qué demonios está haciendo?

Aris no respondió. La fascinación pura, casi religiosa, del biólogo ante lo radicalmente nuevo luchaba contra un terror reptiliano que le atenazaba la garganta. Desde que aquella masa incomprensible apareció en la costa de Oregón, varada en una marea de espuma química que disolvía la arena y la roca como ácido, su vida se había convertido en una obsesión febril. Las autopsias preliminares, realizadas con sondas robóticas por miedo a contaminantes desconocidos, no habían revelado órganos. Nada parecido a un corazón, pulmones o cerebro. Su estructura interna era una matriz laberíntica, una geometría fractal de tejidos alienígenas que emitían débiles señales bioeléctricas. Señales que ahora se intensificaban exponencialmente.

—¡Lecturas atmosféricas alteradas en el hangar, Aris! ¡Está soltando algo!

Las alarmas comenzaron a sonar, un contrapunto estridente al latido de la criatura. Sensores químicos detectaban trazas de gases nobles y compuestos orgánicos complejos, nada catalogado, nada terrestre. Los apéndices hinchados en la "cabeza" de la criatura empezaron a liberar volutas de un vapor iridiscente que flotaba perezosamente en el aire controlado, formando patrones hipnóticos y cambiantes.

—Activa los protocolos de contención química, Sam. ¡Ahora! ¡Sella el hangar!

Pero era tarde. El gas, sutil e insidioso, aunque inicialmente contenido por los sistemas de ventilación de emergencia, comenzó a filtrarse por microfisuras invisibles en la sala de observación principal donde Aris y otros dos científicos, la Dra. Lena Petrova, especialista en xenolingüística, y el joven y nervioso Dr. Ben Carter, observaban tras un grueso cristal blindado. No era tóxico. No quemaba, no asfixiaba. Hacía algo… indeciblemente peor.

Las imágenes asaltaron la mente de Aris sin previo aviso, no como recuerdos, sino como… impresiones. Visiones fugaces, abstractas pero cargadas de una emoción cruda, abrumadora. Vio extensiones de geometría imposible bajo soles moribundos, sintió la caída vertiginosa a través de vacíos que no eran ni espacio ni tiempo, experimentó una soledad tan vasta, tan absoluta, que amenazaba con disolver el concepto mismo de "yo". Y bajo todo ello, omnipresente, una corriente subterránea de pánico puro, de desorientación existencial. El terror de estar irrevocablemente perdido.

—¿Estáis… estáis viendo… sintiendo esto? —jadeó Carter, agarrándose la cabeza, sus nudillos blancos.

Lena Petrova estaba pálida como el nácar, sus ojos desorbitados fijos en un punto invisible en la pared. —No es… no es lenguaje, Aris. No hay estructura. Es… es puro contagio emocional. Crudo. Aterradoramente ajeno… —Lena, la lingüista, luchaba por encontrar palabras—. Ni siquiera… de nuestro universo. Está… perdido. Tan perdido como nosotros ahora.

El gas no transmitía datos, sino qualia, impresiones emocionales directas, una forma de comunicación aterradoramente visceral que trascendía el lenguaje, la lógica, todo. Comprendieron, con una certeza que helaba el tuétano, que la criatura no era una amenaza, no un invasor, sino un náufrago cósmico, un eco de otro confín de la existencia, tan aterrorizado y desconcertado por su presencia como ellos por la suya. La inmovilidad no era muerte; era catatonia, el último refugio de una mente alienígena enfrentada a un tránsito imposible.

—¡Control a Hangar Uno! ¡Tenemos movimiento! ¡Repito, movimiento confirmado!

La voz del General Marcus Thorne, el enlace militar y tío de Aris —una conexión que ahora parecía irrelevante y peligrosa—, retumbó por los altavoces, tensa como un cable de acero. —¿Qué demonios está pasando ahí dentro, Aris? ¡Informe!

Aris tragó saliva, intentando ordenar el caos en su mente. —Está vivo, General. Y está… comunicándose. No es hostil. Está asustado. Terriblemente asustado. Es… es consciente.

—¡Asustado o no, esa cosa es un riesgo biológico y existencial inaceptable! —replicó Thorne, la autoridad inflexible en su voz. Ya no había rastro del tío afable, solo el militar—. He dado la orden. Procedan con el protocolo de terminación Omega. Equipo Delta, preparen las cargas de plasma.

—¡No! ¡General, espere! ¡Marcus, por favor! —gritó Aris, la desesperación agudizando su voz—. ¡Podemos aprender tanto! ¡Es la prueba definitiva de vida fuera de… de todo! ¡Representa un salto cuántico en…!

—¡Representa una amenaza que no podemos comprender ni controlar, Doctor Thorne! ¡Y mi trabajo es neutralizar amenazas! ¡Cumplan la orden, ahora!

Aris observó horrorizado en el monitor cómo los soldados del Equipo Delta, figuras anónimas enfundadas en trajes NBQ, avanzaban con paso decidido hacia la criatura, portando armas pesadas que brillaban con una luz fría y funcional. La Cosa, ajena a su inminente aniquilación, continuaba pulsando débilmente, sus apéndices ahora casi desinflados, liberando apenas jirones tenues de su mensaje gaseoso de miedo y desorientación cósmica.

La frustración ardía en el pecho de Aris, seguida de una repentina y fría determinación. Había dedicado su vida a la biología, a la búsqueda apasionada de lo desconocido, a desentrañar los misterios de la vida. Aquella criatura era la respuesta a preguntas que la humanidad ni siquiera sabía cómo empezar a formular. Destruirla era más que un crimen contra la ciencia; era un acto de ceguera cósmica, un sacrilegio contra la propia existencia. No lo permitiré, pensó, sintiendo una convicción que lo sorprendió por su intensidad. Sam es el único que entendería… o al menos, el único que confiaría en mí lo suficiente.

—Sam —susurró Aris en un canal privado, su voz tensa—. Necesito una distracción. Algo grande. Cinco minutos. Confío en ti.

Hubo una pausa, cargada de estática y de la indecisión de Holloway. —Aris, esto es una locura… Es Thorne quien está al mando… Te juegas la carrera, la libertad… ¡quizás la vida!

—Hay cosas más importantes que una carrera, Sam. Hazlo. Por favor. Por lo que significa esto. Por todo.

Otra pausa, más breve. Luego, la resignación teñida de lealtad en la voz de Sam. —…Que sea rápido, Aris. Tienes tus cinco minutos.

Las luces del hangar parpadearon violentamente un par de veces y se apagaron por completo, sumiendo el vasto espacio en una oscuridad casi absoluta, rota únicamente por el parpadeo intermitente y siniestro de las luces rojas de emergencia. Las alarmas aullaron, un coro cacofónico de pánico electrónico.

—¡Fallo de energía en Hangar Uno! ¡Sistemas auxiliares activados parcialmente! ¡Equipo de soporte, actúen de inmediato! —La voz del General sonaba furiosa, contenida a duras penas.

Era la oportunidad de Aris. Salió disparado de la sala de observación, ignorando los gritos ahogados de Lena y Ben. Conocía los protocolos de seguridad de memoria, las rutas de acceso restringido que solo el personal científico de alto nivel utilizaba. En la confusión reinante, nadie reparó en un biólogo solitario corriendo por los pasillos auxiliares de servicio, su corazón latiendo con fuerza contra sus costillas.

Llegó al hangar justo cuando las luces principales volvían a encenderse con un zumbido agudo y prolongado. El Equipo Delta estaba momentáneamente desorientado, sus visores adaptándose a la luz repentina. Aris se deslizó sigilosamente hasta la base de la criatura, el olor acre y extraño del gas aún flotando en el aire. Uno de los apéndices tubulares, ahora casi completamente desinflado, colgaba inerte, casi al alcance de su mano. Con un escalpelo láser de precisión que siempre llevaba consigo para muestras improvisadas —un hábito que ahora parecía providencial—, realizó un corte rápido y limpio. El apéndice, de unos treinta centímetros de largo, cayó en su mano enguantada. Era frío al tacto, extrañamente pesado, y vibraba con una energía sutil pero perceptible. Lo introdujo con manos temblorosas en un contenedor de muestras criogénicas portátil que había cogido del laboratorio de paso.

—¡Doctor Thorne! ¡Alto ahí! ¡Suelte eso! —gritó uno de los soldados, levantando su arma de plasma, la luz de emergencia reflejándose en su visor.

Pero Aris ya se estaba retirando, fundiéndose con las sombras de las pasarelas de servicio. Conocía una salida de emergencia raramente utilizada, casi olvidada, que daba a un antiguo túnel de ventilación que serpenteaba hasta la superficie.

Mientras corría por la oscuridad opresiva y polvorienta del túnel, con el contenedor pegado al pecho como un tesoro maldito, sintió algo más que la vibración del apéndice. Sintió un… tirón. Una resonancia extraña, una disonancia en el tejido mismo del espacio-tiempo, como si el fragmento estuviera llamando a algo… o algo vasto e inimaginable estuviera respondiendo. El aire a su alrededor pareció ondular, volverse más denso, casi viscoso. El polvo flotante bajo la luz de su linterna frontal parecía detenerse, formar patrones efímeros y antinaturales. Escuchó un sonido, no con sus oídos, sino directamente en el centro de su cerebro: el sonido agudo y desgarrador de algo inmenso e infinitamente viejo rasgándose, como tela cósmica cediendo bajo una presión imposible.

Llegó al exterior, a la noche fría y silenciosa del desierto, jadeando, su aliento formando nubes blancas. Miró hacia atrás, hacia el complejo subterráneo ahora invisible bajo tierra. No vio nada inusual. Pero lo sintió. Una brecha. Una presencia equivocada en el mundo. Una fisura abierta no solo en el suelo del desierto, sino en el tejido mismo de su realidad, una herida invisible por la que se filtraba una frialdad que no era solo térmica. El apéndice en el contenedor vibró con más fuerza, casi dolorosamente, una nota discordante en la sinfonía del universo conocido, y Aris sintió un vértigo nauseabundo, como si el suelo bajo sus pies hubiera perdido su solidez por un instante. Y en la negrura del cielo nocturno, por un instante fugaz y enloquecedor, creyó ver patrones estelares que no existían, constelaciones alienígenas formando geometrías blasfemas… colores que ningún ojo humano debería haber visto jamás.

El terror lo inundó, no un miedo simple a ser capturado, sino un pavor existencial, cósmico, absoluto. No había robado solo una muestra biológica. Había abierto una puerta que nunca debió ser abierta. Y el conocimiento que tanto anhelaba, la respuesta definitiva, ahora amenazaba con desmoronar no solo su visión del mundo, sino el mundo mismo, arrastrando a toda la humanidad hacia un abismo de verdades insoportables y horrores sin nombre que ya empezaban a filtrarse por la grieta, como un hedor sutil de otra realidad pudriéndose. La oscuridad, ahora, no estaba solo en el cielo; estaba dentro de él, susurrándole secretos que ningún humano debería conocer, secretos que resonaban con la vibración antinatural que sostenía en sus manos.


Nota del Autor: Este relato explora los confines de la curiosidad humana y el terror inherente a lo verdaderamente desconocido. Como se ha reflexionado a menudo, no es lo que podemos imaginar del cosmos lo que más perturba, sino precisamente aquello que escapa por completo a nuestra imaginación. ¿Qué ocurre cuando esa insaciable curiosidad abre una puerta que no puede volver a cerrarse?



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Mercedes Soriano Trapero
1 de abril de 2025 07:58

Hola, Miguel, un relato a la altura de Alien (aunque no he visto esta película, pero por los anuncios y demás de la misma). He notado que lo has escrito diferente, con más diálogo que en otros relatos tuyos, más parecido, por tanto, a una película como te digo. Lo de "estaba tan muerto como algo que no estaba vivo", te ha quedado muy de serie B, jajajajaja.
Me ha gustado el podcast, parece un programa de radio, tal cual, muy bueno. Te he seguido por allí también. Así que con esta entrada te adentras en el cine, la radio…, lo próximo la televisión.
Un abrazo. 🙂

Cabrónidas
1 de abril de 2025 10:40

Diría que lo malo no es la curiosidad que nos empuja a abrir puertas que nos muestran cosas para las que no estamos preparados. Sin curiosidad la ciencia y la tecnología no avanza. Lo malo es el uso fraudulento de todo ese conocimiento; el adquirido y el que se va adquiriendo. Desde luego, Lovecraft aplaudiría esta entrada tanto como yo. Una entrada en la que el humano no solo es la pieza más débil, sino que la mayoría de veces siempre pierde. 🙂

dakotazen75
dakotazen75
1 de abril de 2025 17:34

Hola Miguel.
Me ha parecido estar viendo una película de alienígenas, desde luego que sorprendes en cada historia que nos traes.
Hay que investigar para poder avanzar en ciertos campos eso sin duda.
Me ha recordado en parte a Independece Day, no todo, solo la parte que encuentran al alíen y lo estudian, aunque ese sí estaba frito, jajaja.
Un relato de película sin duda.

Un abrazo.

matymarinh
1 de abril de 2025 19:39

¡Miguel!

O sea, ¿que no hay vuelta atrás? ¿Que esa puerta no se puede volver a cerrar?

Madre mía y el terror existencial, mezclas fabulosamente lo desconocido, lo -hasta ahora- inexistente (o ya no tanto) con el drama de conflictos realmente desgarradores. Pareciera que hiciste un viaje astral proyectándote a siglos después… Corrijo, quizá no falte tanto. Un mundo alienígena, la cortada de ese apéndice aún me tiene con sobresalto, ese tipo de terror que experimenta quien se atrevió a todo por seguir sus convicciones. Un mundo no natural mezclado ingeniosamente con este mundo actual que nos estamos acabando a pasos tenebrosamente agigantados. ¡Qué cosas pasan por tu mente! Creo que has dicho lo que muchos quisieran pero no saben cómo, no salimos de "este mundo se va a acabar".

Otra de tus facetas, mi niño Miguelito (pido perdón, no pedí permiso para usar un diminutivo y a muchas personas no les agrada, igualmente prometo no volverlo a hacer).

Es que ¡Tienes tanto para dar!

Themis
3 de abril de 2025 17:07

Hola Tarkion, muy buena narración que te va atrapando y que no te suelta al igual que al protagonista, que su compasión en cierta forma ese sentimiento tan humano, lo llevo a meterse por un camino sin regreso, por otro la curiosidad que no tiene límites y si hay momentos que una acción sin conocimiento puede tener resultados terribles. Muy bien expuesto, abrazo bien grande

finil
finil
7 de abril de 2025 22:10

Tarkion, lo que has escrito no es solo un relato. Es un recordatorio elegante y estremecedor, de que el conocimiento cuando se persigue sin medida, puede abrir abismos donde antes solo había preguntas.
Lo verdaderamente aterrador no es lo que sospechamos, sino lo que nunca se nos habría ocurrido temer, y ahí es donde tu historia se hunde como un ancla en el lector.
Maravillosa oscuridad has formado, de la que uno no quiere salir del todo
Un abrazo!!

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