Imagen del portada del relato "El relojero del tiempo estancado"

El Relojero del Tiempo Estancado

El tic-tac había cesado hacía exactamente trescientos setenta y dos días. Un silencio antinatural, opresivo como el terciopelo más denso, se había adueñado de Oakhaven, osificándola en un ámbar temporal. Para Elias Thorne, único faro de consciencia en aquel mausoleo urbano, ese silencio no era vacío, sino un lienzo sonoro sobre el que resonaba su única obsesión: el Gran Reloj de la Torre Central, cuyo corazón detenido era, quizás, un reflejo del suyo propio desde la pérdida de Livia.

La maquinaria era una herejía gloriosa de latón y cobre frío al tacto, un cosmos intrincado de engranajes inmóviles y tubos de vacío apagados que olían a ozono rancio. Dominaba su taller, un santuario atestado de herramientas cuya precisión contrastaba con el caos circundante, lupas de joyero como ojos muertos y el persistente aroma a aceite mineral y metal enfriado. Elias vivía para ese reloj, respiraba su silencio. Cada amanecer lo encontraba encorvado sobre sus entrañas mecánicas, los dedos finos, manchados de hollín, trazando conexiones fractales, los ojos fijos, magnificados tras las lentes, en el intrincado ballet inmóvil de sus componentes. Afuera, la ciudad era un daguerrotipo tridimensional: carruajes detenidos a medio girar sobre adoquines húmedos de una lluvia que nunca terminaba de caer, autómatas de vapor congelados con una mano de bronce alzada, niños con peonzas suspendidas en un vértigo eterno. Una quietud que dolía en los oídos.

Trescientos setenta y dos días de labor minuciosa, de soledad masticada junto al eco de su propia respiración contenida. Trescientos setenta y dos días aferrado a la vaga esperanza de que, al reparar el tiempo, tal vez Livia… no. Se obligaba a no pensar en ello. Había catalogado cada pieza imposible, cada diminuto resorte fosforescente, cada espiral contraintuitiva. Sabía que el reloj no era un simple cronómetro; antes de enmudecer, había vibrado con una energía extraña, casi biológica.

Tras semanas estudiando una rueda dentada de aspecto alienígena, tallada en obsidiana pulida que parecía devorar la luz, decidió que era el momento. Con manos firmes pero sintiendo un temblor interno que no era frío, utilizando pinzas de precisión quirúrgica cuya punta reflejaba su rostro demacrado, extrajo la pieza oscura. Un leve clic resonó, antinaturalmente amplificado en la quietud. Colocó en su lugar la réplica forjada en bronce fosforoso. Otro clic, esta vez más metálico, más… final.

El reloj siguió muerto. Pero algo vibró en el aire, una disonancia casi imperceptible. Al alzar la vista, la tienda de dulces de la señora Elmwood, un recuerdo cálido de infancia y anís, ya no estaba. En su lugar, una fachada desconocida: una librería polvorienta con un letrero desvaído, "Tesoros Olvidados". Elias parpadeó. Un vértigo fugaz lo asaltó. ¿Elmwood? El nombre se sintió como arena deslizándose entre los dedos de su memoria. Una punzada de pérdida inexplicable. Debía ser el cansancio. La justificación sonó hueca incluso en su mente.

Continuó. Días, quizás semanas después (el tiempo propio se había vuelto fluido, incierto), reemplazó un complejo regulador de vapor, cuyas espirales cobrizas contenían remolinos iridiscentes. De nuevo, ese ajuste mínimo, ese chasquido seco en las profundidades del mecanismo. Esa tarde, al aventurarse fuera, el autómata cartero de la Plaza del Engranaje, un hito familiar en su paisaje congelado, ya no estaba. Un hueco en la realidad. Y con él, se desvaneció la certeza del rostro de la señora Elmwood, ahora solo un borrón impreciso, una calidez sin nombre.

El frío esta vez fue una certeza helada en la boca del estómago. La librería. El autómata. Cada pieza reemplazada no solo reparaba, sino que reescribía. Arrancaba una vida, un lugar, un recuerdo del tejido mismo de Oakhaven, y él era el único consciente de la cicatriz invisible que dejaba atrás. Un dios torpe jugando con la creación y la destrucción a cada giro de muñeca. La pregunta lo golpeó: «¿Estaba reparando el tiempo o deshaciendo el mundo?».

Se sumergió en los diarios del Maestro Hemlock, el creador, encontrados en la torre. Papel quebradizo que olía a tiempo y a locura. Diagramas que desafiaban la geometría euclidiana. Notas febriles sobre "capturar la esencia", sobre "el coste del latido perpetuo". Y una frase final, garabateada con tinta temblorosa: «La última pieza soy yo». ¿Una metáfora? ¿O una advertencia literal?

El ritmo de Elias se volvió frenético. El miedo y la obsesión danzaban ahora en un abrazo macabro. Tenía que terminar. Tenía que saber si el despertar de la ciudad compensaba el olvido que él mismo sembraba. ¿Y si al final, él también olvidaba? ¿Y si Livia…? No. La idea era insoportable. Reemplazó un péndulo de cristal que emitía un zumbido bajo y sintió cómo el nombre de su calle se volvía ajeno en su lengua. Ajustó una válvula silbante y la fuente familiar de la plaza mutó en una estatua adusta, sin historia aparente. El silencio del reloj era ahora un devorador de recuerdos.

Finalmente, solo quedó el escape central. Una joya mecánica obscena, un laberinto de rubíes negros y engranajes que refulgían con luz propia. El corazón mismo del tiempo detenido. Sus manos temblaron sin control. Colocarla era el acto final. ¿La liberación o la condena definitiva? La duda era un abismo, pero la necesidad de escuchar el latido del tiempo —de romper el silencio que lo había consumido durante más de un año— era una droga irresistible.

Contuvo el aliento, el aire denso y polvoriento arañándole la garganta. Deslizó la pieza en su lugar.

Clic.

Un zumbido bajo, profundo, vibró desde el núcleo del reloj, recorriendo el metal, el suelo, sus propios huesos. Un engranaje giró con lentitud agónica. Luego otro. Una cascada de movimiento recorrió la inmensa maquinaria. Y entonces, el sonido. Primero bajo, luego ganando fuerza. Un ritmo primordial, ineludible.

TICK.

El corazón del tiempo latía de nuevo.

Afuera, un suspiro colectivo pareció recorrer Oakhaven. Un carruaje reanudó su traqueteo sobre los adoquines mojados. El vapor silbó, vivo, en las tuberías aéreas. Las peonzas reanudaron su giro imposible. La gente parpadeó, un coro de confusión momentánea antes de retomar conversaciones, gestos, vidas interrumpidas. Completamente inconscientes del año perdido, de las almas borradas, de la parálisis temporal. La ciudad renacía, un estallido de sonido y movimiento.

Elias sintió una ligereza ingrávida, una desconexión flotante. Se volvió hacia la ventana, el corazón palpitando con una mezcla de triunfo y terror. Quería ver, necesitaba ver. Alzó una mano para limpiar el cristal… No había vaho. Su mano se detuvo. Lo que vio reflejado no fue su rostro expectante, sino solo la habitación vacía detrás de él.

Miró sus manos. Fantasmales. Tejidas de luz crepuscular y aire. Intentó gritar, pero solo sintió el vacío en su garganta. Intentó tocar el marco frío de la ventana, y sus dedos lo atravesaron como si fueran humo.

«La última pieza soy yo».

Él era el coste final. El ancla que el reloj había soltado para liberar al resto. La última vida sacrificada en el altar del tiempo recuperado.

Observó, etéreo e impotente, cómo Oakhaven despertaba a una vida bulliciosa que ya no podía sentir, a una historia reescrita donde su nombre era una página en blanco. Nadie recordaría al relojero. Nadie sentiría el peso del silencio roto.

Solo el implacable, mecánico, indiferente tic-tac del Gran Reloj, marcando el pulso férreo de un mundo renacido sobre la nada de su existencia olvidada.



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Beatriz
11 de abril de 2025 14:24

Hola, Miguel. Te confieso que me ha resultado un poco confuso el texto. Igual estoy yo espesa hoy, no sé. Pero a pesar de eso, para mí tiene mucha magia, porque me gustan mucho los relojes de bolsillo antiguos. No sé si me recuerdan a mi abuelo o qué, no tengo idea de porque me atraen tanto. De hecho, tengo dos por casa, que obviamente no utilizo, pero los guardo como joyas.

Y siempre me ha parecido tremendamente mágico imaginarme a un relojero manejando esas piezas tan diminutas. ¡Y tú lo has narrado tan bien! Gracias. Un abrazo 🤗

ana piera
11 de abril de 2025 15:46

Hola Tarkion, eres tremendo narrador. Esta historia me atrapó completamente. ¿Sabes? Al final esperaba que Lidia volviera y él ya no pudiera interactuar con ella, pero ni eso tuvo el pobre. Es una historia de pérdida y de sacrificio. Me gustó mucho y sobre todo la forma en la que lo cuentas. Cada detalle de la misma es precioso. Un relato que invita a una segunda lectura. Gracias por compartirlo.

Cabrónidas
11 de abril de 2025 17:18

Qué es la vida, sino el movimiento con permiso del tiempo, donde cada engranaje cuenta. Yo creo que estás creando un género literario que podríamos llamar onírico. 😉

Merche
11 de abril de 2025 19:14

Hola, Miguel, uuuffff, vaya final, yo esperaba que ella regresara, la mujer de Elías supongo, pero en su lugar fue él quien desaparece, uuffff. El creador – reparador del tiempo y desaparece. Jo, qué pena. En fin, no todo puede ser maravilloso. Y lo has contado al ritmo del segundero, como si cada pieza encajase del mismo modo que Elías estaba haciendo con el reloj. Muy sutil.
Un abrazo. 🙂

Dakota
11 de abril de 2025 22:21

¡Hola Miguel!
Ufff, me he perdido un poco, lo confieso, pero lo has narrado tan bien, que es difícil no imaginar, a ese relojero manejando las diminutas piezas de ese reloj, un toque onírico en el relato, donde cuentas como desaparece el tiempo en lugar de crearlo.
Quizás busca con esa manipulacion del tiempo poder estar con Livia, pero quizás hay un momento que siente miedo de que desaparezca del todo.

Y bueno, él es el último sacrificio o eslabón para que renazca ese nuevo mundo.
Me ha encantado.

¡Un abrazo grande!

Maty Marín
12 de abril de 2025 11:09

¡Hola Miguel!

Este relato es estremecedor. Misterioso, cala en lo más hondo la situación de un tiempo que ya no existe, o que está muerto, o que nunca fue, o que fue y Elias quiere revivir. Zozobra en él intentando hasta el último instante el lograr el regreso de todo, o revivir a su amada Livia, o pretender una permanencia ya imposible. Un año de trescientos sesenta y dos días (¡Vaya!) ante un "mausoleo urbano".

Imagino una escena londinense con su frío, imagino querer hablar con esas personas que ya no estaban o que se me aparecen como sombras. Un sueño de lo que alguna vez fue, una desesperación de construir una vida que ya se fue, revivirla. Para, finalmente, terminar con él mismo y volver a esa "nada" que lo es todo en esta narración única, magistral.

Miguel, tu forma de narrar no deja a nadie indiferente. Miguel, eres mi escritor favorito.

Un abrazo por estas "pérdidas inexplicables" que en ti deben haber ocurrido al dejar aquí plasmada esta magia.

Gracias, muchas gracias.

finil
finil
12 de abril de 2025 23:22

Tarkion, con tu relojero casi desaparezco yo también. He terminado con el corazón hecho piezas y sin repuestos
Arreglando engranajes y desmontando almas, con sus movimientos delicados y el filo de la navaja en cada pieza…y míranos, nos creemos que arreglar el tiempo no tiene precio. Pero vaya factura Tarkion.
Que manera más bonita de desaparecer…aunque no se si era un reloj o una herida lo que realmente reparaba.
Un abrazo, de los que reparan sin necesidad de piezas

Maite-Volarela
Maite-Volarela
13 de abril de 2025 08:47

¡Impresionante y absolutamente maravilloso!!!

Maite-Volarela
Maite-Volarela
Responder a  Maite-Volarela
13 de abril de 2025 09:05

El relojero con el dolor de la pérdida había detenido el movimiento. Él era el obstáculo de su propia creación… Y Ahora tendría que morir, irse para que la vida creada siguiera fluyendo…. Más allá de sí mismo… El coste mereció la pena, el tic-tac vuelve a sonar.
Es fascinante. Has construido todo un mundo alrededor de ese reloj.
Es un relato grandioso, lleno de detalles deliciosos, todo un mundo.
Cada vez que reparaba algo, lo borraba. ¡¡El fallo era él!!
Me encantan todas esas referencias al plan maestro (Dios) y al momento final, esa aceptación de los propios límites.
La vida sigue sin nosotros…
Volveré a leerlo porque tiene más capas y seguro que me he perdido algo…
Siguen esas imágenes maravillosas… “Herejía de latón, lupas como ojos muertos, ámbar temporal”…
En fin, mi sincera admiración, tu talento merece ser reconocido!!

Themis
13 de abril de 2025 17:08

Regresar del tiempo, volver a echar a andar la maquinaria y para con ello que el movimiento regrese, eso sí, volverse fantasma, la última pieza, la fundamental y ¡ZAS!, desaparecer, final inesperado, volátil y que deja con un, así es. Abrazo grande

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