A veces, el viento trae consigo un perfume inequívoco a almendra temprana, una fragancia que se adelanta a cualquier calendario y florece en el aire invernal. Es entonces, y solo entonces, cuando sé que habrá carta. Las deposito sobre la mesa de caoba de la vieja botica, sin la premura de abrirlas al instante. Necesito contemplarlas, sentirlas respirar una tinta imbuida de memoria y ausencia. Su caligrafía, reconocible incluso en su temblor etéreo, parece trazada por una mano que aún conservara el tacto, la calidez de la piel. La firma varía con una delicadeza fantasmal: a veces un escueto «Olen»; otras, apenas el esbozo de una flor. Una amapola de pétalos desiguales, como pintada con premura antes de una partida. Un lirio torcido, melancólico. O un almendro diminuto, perfilado con líneas casi invisibles, un árbol que es promesa y recuerdo.
El cartero nunca las trae; su figura encorvada jamás se detiene en mi umbral con estos mensajes particulares. Nadie las ve llegar. Simplemente aparecen, como susurros materializados, siempre impregnadas del mismo perfume inverosímil: almendros en plena floración, desafiando el corazón helado del invierno.
Tú estabas hecho de ramas, Olen. Así te veía, así persiste tu imagen en el tejido de mis días. Tus dedos, largos y nudosos, poseían esa forma singular de acariciar, como quien busca palpar las raíces secretas que se aferran a la tierra nutricia. Hablabas de las plantas como si fueran confidentes, seres dotados de un entendimiento silencioso; parecías convencido de que comprendían el lenguaje del viento y de la lluvia. Recuerdo una tarde, sentados bajo el viejo nogal del patio trasero, mientras yo intentaba en vano dibujar el vuelo errático de una mariposa. Tú reíste suavemente, tomando mi carboncillo. «No intentes atraparla, Elia», dijiste, tus ojos reflejando el verde profundo de las hojas. «Observa cómo danza con el aire, cómo es parte de él. Así son todas las cosas vivas, libres en su esencia, conectadas en un baile que no siempre vemos». Luego, con trazos certeros, no dibujaste la mariposa, sino el vacío que su aleteo dejaba, la estela invisible de su libertad. Esa era tu manera de ver el mundo, encontrando la esencia en lo intangible. «Todas florecen cuando dejan de resistirse al frío», solías añadir después, con esa sabiduría tuya, serena y profunda, que tanto me maravillaba. Yo sonreía entonces, creyendo entender la metáfora, la lección oculta. Pero era solo una niña con las manos perpetuamente manchadas de tinturas y el corazón demasiado joven para descifrar la verdadera hondura de tus palabras.
La noche antes de tu partida, el aire olía a tierra removida y a la promesa amarga de la pólvora. Dijiste, con la voz velada por una certeza que entonces no comprendí: «Si muero, Elia, no será del todo. Las plantas no entierran, mi amor, transforman». Y luego, con el alba tiñendo de gris tus espaldas, te fuiste a la guerra, a ese campo yerto donde los hombres se convierten en olvido, en tierra que nadie reclama. Nunca volvió tu cuerpo. Solo las cartas, esquirlas de tu alma diseminada en el viento.
Hoy ha llegado una nueva. La he dejado sobre la caoba pulida, junto al mortero de latón que aún guarda el eco de tus manos moliendo hierbas. No decía tu nombre. Ni el mío. Solo una frase escueta, casi un soplo: «No me olvides. Estoy en flor.» Y el dibujo, esta vez más nítido, más urgente: un almendro blanco, soberbio en su soledad. Con una rama vacía, extendida hacia algo indefinido, un gesto suspendido en el papel. Tal vez, he querido creer con un nudo en la garganta, extendida hacia mí.
Salí al jardín trasero, ese pequeño universo que compartimos, con las manos temblando y una opresión dulce cerrándome la garganta. No recordaba cuándo había sido la última vez que la nieve había osado visitar la primavera incipiente. Pero allí estaban, majestuosos, los almendros, cubiertos de una floración nívea, impoluta. Como si algo –o alguien, con una voluntad tejida de afecto y memoria– los hubiera despertado de su letargo invernal, instándolos a desafiar la estación con una belleza obstinada. Me detuve frente al árbol del fondo, el patriarca del jardín. El más viejo, el que plantaste tú mismo una madrugada gélida, con los dientes apretados contra el frío cortante y esa risa tuya, siempre un poco escondida en la barba mal recortada, pugnando por salir como una raíz buscando el sol. Sus ramas, antes esqueléticas, se agitaban ahora con una gracia inusitada, aunque no soplara brisa alguna. Un movimiento interior, una danza secreta que solo el corazón podía percibir. Me acerqué despacio, conteniendo la respiración. Alcé una mano y toqué la corteza rugosa. Estaba tibia. Inconfundiblemente tibia. Como si un corazón antiguo y paciente latiera muy despacio bajo la madera ancestral, un pulso vital resonando desde las profundidades de la tierra.
Las cartas comenzaron a llegar con más frecuencia después de aquel día, casi una por semana, cada una un susurro más insistente de tu presencia transformada. Cada una traía una flor diferente, un lenguaje botánico que solo yo podía empezar a descifrar, un herbario del más allá. Algunas eran flores secas, reales, delicadamente cosidas a la esquina del papel con un hilo de plata casi invisible, espectros fragantes de prados lejanos. Otras, dibujos de una precisión asombrosa, trazados con una tinta que olía inequívocamente a tierra mojada después de la lluvia, a raíces expuestas y al humus fértil de los bosques primigenios. Una, que guardo bajo la almohada como un tesoro de insomnio, decía: «Recuerdo tu cabello enredado en mis dedos cuando el sol se dormía en los campos. No lo recuerdo por amor, Elia, en el sentido que los hombres le dan. Lo recuerdo por raíces, por la forma en que todo lo vivo se entrelaza en una red invisible de sustento y memoria.» Otra, con el dibujo de un nomeolvides de un azul tan profundo que parecía contener el cielo nocturno, planteaba una pregunta que se clavó en mi alma como una espina dulce: «¿Y si todo lo que vivimos, cada risa, cada lágrima, cada silencio compartido bajo la luna cómplice, no fue más que el sueño de una semilla dormida, esperando pacientemente la estación correcta para despertar a su verdadera forma?»
Yo ya no dormía bien. El sueño se había vuelto un umbral incierto, un jardín donde tu ausencia era una presencia tangible, una sombra que olía a flores desconocidas. Me despertaba con un persistente sabor a pétalos en la boca, a veces amargo como la cicuta, a veces dulcemente terroso como la remolacha recién arrancada. En ocasiones, al mirar mis manos a la primera luz del alba, descubría las yemas de mis dedos teñidas de un polen dorado, finísimo, como si la aurora hubiese destilado su esencia sobre mi piel… No contaba esto a nadie. ¿Cómo explicar que un muerto escribe con la cadencia de las estaciones, que su voz llega en el aroma de una flor? ¿Cómo articular la creciente certeza de que quizás, Olen, no estás muerto en el sentido yermo y definitivo de la palabra, sino transmutado en algo más vasto, más perenne?
Anoche soñé con el jardín. Pero era otro, o el mismo transfigurado por una luz que no pertenecía a este mundo, un paisaje onírico bañado en la luz de una luna imposible. Los almendros eran más altos, casi catedralicios, sus ramas entrelazadas formando bóvedas góticas bajo un cielo que refulgía como amatista derretida. Su savia no era un fluido oculto, sino que brillaba a través de la corteza con pulsaciones de luz plateada, como si ríos de estrellas corrieran por sus venas. Caminé entre ellos, descalza sobre una hierba que susurraba melodías antiguas, cantos de la tierra olvidados por los hombres, y en el claro central, encontré una figura. No tenía un rostro definido, era más bien una silueta tejida de luz y sombra, de hojas susurrantes y viento arremolinado. Pero llevaba tus manos, Olen, esas manos largas y nudosos que tan bien conocía, manos que sabían de tierra y de ternura. Me tendió una carta, el papel hecho de pétalos prensados, tan frágil como el ala de una libélula. Cuando la abrí, no había palabras escritas con tinta. Solo un mechón de mi propio cabello, trenzado con una hebra de hierba luminosa, un lazo entre dos mundos. Desperté llorando. No de miedo. De una certeza tan profunda y serena como la tierra misma después de una lluvia sanadora.
He decidido seguir el rastro, Olen. Tu rastro de flores y tinta invisible, el mapa de tu nueva existencia. Guardo tus cartas en una caja de lino viejo, el mismo lino con el que envolvía mi abuela los amuletos protectores y las promesas que no debían romperse, reliquias de una fe sencilla y poderosa. La botica, con sus estantes llenos de remedios para el cuerpo, ha quedado en silencio. Las plantas que allí habitan seguirán solas su curso inmutable, como lo hice yo todos estos años, aferrada a una ausencia que ahora florece con una vitalidad inesperada. Me sorprende la calma que me embarga, una serenidad que se asienta en el fondo de mi pecho como una piedra lisa en el lecho de un río. Es como si una parte de mí, la más antigua, la más conectada a la tierra, supiera desde siempre que este momento, este viaje hacia lo desconocido, llegaría inexorablemente.
El sendero entre los almendros del jardín parece más largo hoy, sus contornos más antiguos, imbuidos de una sacralidad nueva y silente. Como si los árboles, en su sabiduría callada, hubieran estirado sus raíces por las venas ocultas del mundo, conectando este pequeño huerto con todos los jardines posibles, con el corazón verde del planeta. El último árbol –aquel que durante tantos inviernos pareció a punto de morir, resistiendo apenas, un esqueleto aferrado a la vida– está ahora en plena floración. Una única flor blanca adorna su rama más alta. Pura. Perfecta. Una invitación luminosa en la quietud del jardín. Sus ramas no tiemblan. Esperan, con la quietud de lo inevitable, de lo que está destinado a ser. Bajo su sombra generosa, la tierra desprende un aroma complejo: a tinta antigua de libros olvidados, a sal marina traída por un viento imposible que huele a océanos lejanos, y a ese olor inconfundible a hogar que creí perdido para siempre, el aroma de la pertenencia. Cavo con las manos. La tierra cede con una docilidad sorprendente, blanda y acogedora como un regazo materno. Y allí, envuelta en un lecho de musgo fresco y fragante como un bosque en miniatura, encuentro la carta final. No está escrita con tinta humana. Está escrita con savia luminosa, las palabras latiendo con una luz propia sobre una hoja de almendro recién caída, aún vibrante de vida.
«Si recuerdas este lugar, Elia, es porque también has florecido en la ausencia, transformando el dolor en raíz. Si puedes leerme con el corazón, es porque aún estás enraizada profundamente en mí, y yo en ti, en un abrazo eterno. Si vienes, no mueres. Renaces.»
La hoja tiembla en mis manos, o quizás son mis manos las que tiemblan, contagiadas por el pulso de la tierra que me llama. Una parte de mí –la que aún se aferra a la lógica fría del mundo que dejamos atrás, la que aún teme lo desconocido, la que aún duda de la voz del viento y del lenguaje de las flores– quiere dar media vuelta, huir de esta revelación que lo cambia todo, que deshace las fronteras entre la vida y la muerte. Pero mis pies, desobedientes y sabios, ya han hundido raíces invisibles en el suelo nutricio, anclándome a este destino florecido. Me recuesto junto al tronco del almendro, apoyando la espalda contra su superficie. No es madera áspera lo que siento bajo mis dedos. Es piel tibia, vibrante como un cuerpo joven. No es corteza inmóvil. Es un latido constante, profundo, acompasado con el mío, una sintonía perfecta. El viento sopla entre las ramas, ahora cargado de susurros inteligibles, de promesas cumplidas y de canciones antiguas. Huele intensamente a almendra, a vida nueva que se desborda, a eternidad compartida. Mis dedos se hunden en la tierra fértil, buscando su calor. Mis ojos se cierran, entregándose a la transformación con una paz infinita. Y en algún lugar, muy dentro de mí, en el centro mismo de mi ser que ahora se expande, escucho con una claridad meridiana cómo empiezan a crecer, fuertes y luminosas, mis propias ramas, buscando la luz.
A veces, para volver a vivir de verdad, basta con dejarse plantar en el lugar correcto, donde el amor aguarda, transformado y eterno.
Nota del Autor:
Hay susurros que el tiempo no puede acallar, esencias que perduran más allá de la ausencia. "El susurro de los almendros blancos" nace de la contemplación de esos lazos invisibles que nos unen a quienes amamos y a los ciclos de la naturaleza, donde cada final es también una semilla de esperanza. Un pequeño homenaje a la poesía que encuentra la primavera incluso después del invierno más largo.
«Podrán cortar todas las flores, pero no podrán detener la primavera».
Pablo Neruda

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Hola, miguel.
Una preciosidad de relato poético que te impregna de todas las sensaciones y sentidos.
Conforme vas leyéndolo, te embriagas de los olores que vas describiendo; sientes el tacto
de las hojas, los pétalos, las cortezas; escuchas el sonido del viento acariciándolos; se hace presente la visión de un jardín lleno de belleza y hasta degustas las esencias que emanan de cada hierba.
Has personificado el amor en una de las profesiones más unidas a la naturaleza, a las plantas. Ahora, casi todo es sintético, pero hubo un tiempo en que los boticarios necesitaban comulgar con el entorno, conocer la profundidad de las plantas y sacarles toda su generosidad.
Además, las emociones inundan cada expresión: la espera por cada misiva, la paciencia para abrirla y disfrutarla, la emoción al leerla, la nostalgia de todo lo que no cuenta. Me has recordado aquellos tiempos en que la inmediatez no era lo importante, porque en la espera y el temple también había placer.
Y qué hermosa metáfora comparativa de cada instante de amor con la naturaleza de las plantas. Toda nuestra vida vista como parte de un inmenso jardín sensible a los sentidos.
Terminas con una frase soberbia y la idea de la muerte convertida en abono de una nueva vida. También antes, cuando se sepultaban, los cuerpos se entregaban a la tierra y esta los reconvertía en parte de ella.
¡Felicidades! Una hermosa exaltación de la vida, el amor y la naturaleza.
Abrazo Grande.
¡Hola, José Antonio!
Qué bonito todo lo que me dices. Me alegra muchísimo que hayas conectado así con el relato, que hayas sentido esa mezcla de naturaleza, amor y memoria que quise dejar en cada línea. Y sí, creo que antes todo estaba más unido: la espera, los sentidos, la tierra… Ahora corremos tanto que a veces nos perdemos ese pulso lento de las cosas.
Un abrazo grande y gracias por tu lectura tan sentida.
Hola, Miguel, qué bonito final, con esa moraleja en cursiva, tu nota y el verso de Neruda, un cierre sublime para un relato lleno de matices y símbolos. Me ha gustado especialmente la imagen de la mariposa, la imposibilidad de pintarla para dejarla libre. ¿Pasa eso también con las palabras? Quizá nos empeñamos en escribir para "curarnos" y más bien lo que deberíamos hacer es salir ahí fuera y volar, sin más…
Y, a veces, tus relatos me sacan la vena filosófica.
🤗🤗🤗🤗
¡Merche!
Siempre es un gustazo leerte. Me gusta mucho esa reflexión tuya sobre si las palabras también deberían volar libres como la mariposa. A veces queremos atrapar todo en letras, ¿no? Y sí, a veces solo hay que dejarse llevar por lo que sentimos, sin más.
Un abrazo enorme 🤗
Siempre he creído que desde que nacemos existe una especie de hilo atávico que nos conecta con la Naturaleza. Lo malo es que el mundo que hemos creado nos desconecta de ella a medida que nos hacemos adultos, mientras que sus ciclos siguen eternos, fijos e inalterables, y nosotros, menos mal, solo estamos de paso.
¡Buenas, Cabrónidas!
Pues sí, tal cual. Parece que cuanto más crecemos, más lejos estamos de eso que deberíamos recordar: que la naturaleza no nos necesita, pero nosotros sí a ella.
¡Un fuerte abrazo!
Hola Miguel. Tu escrito es un viaje poético que te envuelve
como un abrazo cálido y te deja con el corazón lleno. En menos de lo que
permite un reto literario, tejes una historia de amor, pérdida y transformación
que trasciende lo humano, con una sensibilidad que roza lo sublime. La premisa
de las cartas que llegan con perfume a almendra temprana, sin cartero ni
explicación, es mágica desde el primer párrafo, y la imagen de Elia
contemplándolas sobre la mesa de caoba, “sintiendo su tinta imbuida de memoria
y ausencia”, es tan real que casi puedes oler el papel.
El personaje de Olen, descrito como un hombre “hecho de
ramas” con dedos nudosos y una conexión mística con las plantas, es
inolvidable. Su filosofía de ver la vida como un baile de libertad y raíces
impregna cada línea, desde sus lecciones bajo el nogal hasta su promesa de no
morir del todo. La voz de Elia, cargada de nostalgia pero también de una
creciente aceptación, guía el relato con una intimidad que te hace sentir su
dolor y su esperanza. Los detalles botánicos —flores secas cosidas con hilo de
plata, dibujos de nomeolvides, savia luminosa— crean un lenguaje propio que da
al texto una textura que puede sentirse.
Pero también creo entender que Olen es alguien muy cercano a
Elia, probablemente su pareja o un ser querido, que partió a la guerra y nunca
regresó físicamente (“nunca volvió tu cuerpo”). Su promesa antes de irse, “si
muero, no será del todo. Las plantas no entierran, transforman”, indica que su
esencia persiste de alguna forma, ya sea espiritual o simbólica. Las cartas que
llegan, firmadas con su nombre o dibujos de flores, refuerzan esta idea de una
presencia que trasciende la muerte.
No es solo un hombre, sino una representación de la memoria,
la conexión con la tierra y la posibilidad de renacer.
Magistral trabajo, felicidades.
Bellísimas tus palabras, Marcos.
¡Hola, Marcos!
Mil gracias por leer con esa atención que se nota en cada detalle que mencionas. Me alegra mucho que hayas percibido esa idea de conexión más allá de lo tangible, que era justo lo que me rondaba. Olen y Elia no son solo personajes, son esa memoria viva que no se rinde ni se olvida.
Gracias de verdad por tu comentario tan generoso y recibe un fuerte abrazo, compañero 🤗
Hola Miguel.
Voy a empezar por el final, porque el cierre que le has dado me ha gustado mucho, con tu nota y ese verso de Neruda.
Se siente cada emoción descrita en tu relato, los olores… Un gran amor que une dos almas, donde cada flor, cada carta señala el camino que debe recorrer Elia, una conexión que nace en la naturaleza, donde se tienen que reencontrar.
Me ha gustado mucho.
Un abrazo grande.
¡Hola, Mari!
Me alegra que hayas sentido ese cierre como un broche. Recordé ese verso de Neruda y pensé que le vendría genial, así que se lo pedí prestado 😅. A veces es en los detalles —los olores, las cartas— donde se guarda todo lo importante, y ojalá haya logrado transmitir esa conexión silenciosa que dices, que no se pierde ni siquiera con la distancia.
Un abrazo bien grande 🤗✨
No me cansaré de decirlo Miguel: escribes muy hermoso. Las imágenes que conjuras en tus relatos son bellas, espirituales, poéticas. Me ha gustado mucho esta historia de amor tan original, donde se trasciende la muerte a otro tripo de existencia. Has entrelazado la existencia humana con la vida del mundo vegetal, al que estamos tan unidos y sin embargo a veces valoramos tan poco. Me gusta pensar en esa persistencia del amor, a pesar de la brecha aparentemente insalvable de la muerte, con tu propuesta hermosa has dilucidado una continuación. Me ha encantado.😍
¡Ana!
Qué bonito lo que me dices. Me alegra mucho que te haya llegado esa idea de que el amor no termina, sino que cambia de forma. A veces lo olvidamos en medio del ruido.
Gracias por tu lectura tan atenta y por tus palabras tan llenas de cariño.
¡Un fuerte abrazo!🤗
Hola, Miguel. Un relato bellísimo. Esa unión entre el amor y la naturaleza, como si fueran notas de una misma melodía. Hemos olvidado que formamos parte de ella. Todos los demás animales lo saben, pero nosotros no.
Y hago un inciso para decir, que estoy totalmente de acuerdo con el comentario de Cabrónidas. Sigo…
Que bonitas esas cartas, como si quien se ha marchado siguiera presente, formando parte de los árboles, de las plantas, del viento…
Los humanos estamos unidos por un hilo invisible a la naturaleza, lo sepamos o no. Es la naturaleza quien nos sostiene. Somos parte de este inmenso todo, aunque creamos que somos algo ajeno y superior.
Yo, cuando estoy rodeaba de naturaleza, sé que estoy en casa. Y para terminar, diría eso de: "Cuando muera, que Dios no permita que vaya a un lugar donde no exista la naturaleza".
Un abrazo enorme. Nos vemos en algún rincón verde del universo 🌿🍂🤗
¡Hola, Beatriz!
Me alegra mucho que hayas sentido esa unión entre naturaleza y amor, porque creo que al final somos parte de lo mismo, aunque nos cueste darnos cuenta. Qué bonito eso que dices de sentirse en casa en medio de la naturaleza… creo que no hay mejor sensación.
Un abrazo enorme. Ojalá nos encontremos en ese rincón verde del universo 🌿❤️
¡Miguel, cómo alguien puede escribir tan hermoso, tan sublime, tan pleno! Solo quien ha vivido profundamente el amor, quien vive en amor cada segundo de su existencia, puede verter algo tan precioso. Eriza la piel, saca unas lágrimas llenas de todo. Eternidad, amor eterno. ¡No existe la muerte! Siempre lo he pensado, casi lo palpo. Son líneas tan pero tan bellas, se siente tan hondo, que no se puede más. Miguel, hoy te abrazo más y te vuelvo a dar las gracias por todo. Por todo.
¡Maty!
No sabes cuánto agradezco tu comentario. Si algo tiene sentido al escribir es provocar esa emoción honda que tú describes. Y sí, yo también creo que el amor verdadero no desaparece: cambia, crece y se queda con nosotros de formas que a veces ni imaginamos.❤️
Gracias siempre por tu compañía y por tus hermosas palabras que siempre acompañan, incluso en los momentos más delicados.
¡Un fuerte abrazo! 🥰🤗🤗🤗
Precioso, Miguel. Una historia que no puede ser más bonita. Contagia paz y dulzura, aceptación frente a lo inevitable, un sentido de trascendencia atravesado de melancolía. Muy sensorial en las descripciones, pausado y poético en el tono y muy emocional, con un personaje que enamora y es en sí mismo una metáfora del ciclo de la vida. Una auténtica maravilla.
¡Hola, Marta!
Es genial leer que te ha transmitido paz y dulzura. Creo que a veces, incluso lo más triste, puede transformarse en algo sereno.
Mil gracias por tus palabras y por leer con esa sensibilidad que se nota en cada línea de tu comentario. 🥰
¡Un fuerte abrazo! 🤗
Buenas Tarkion
Está claro que el amor no entiende de cementerios. Entiende más de tierras que murmuran y de almendros blancos que echan raices en los silencios que otros no se atreven a escuchar.
Sublime amigo, que arte el tuyo para transformar la muerte y la ausencia en poema, con el valor de atreverse a escuchar lo que la vida nos guarda. Me ha quedado el corazón temblando de belleza
Dan ganas de hacerse fantasma un rato, solo para poder escribir una carta como esa, con tinta del más allá
Un abrazo terrenal
¡Buenas, Finil!
Qué forma tan bonita de resumirlo: el amor entiende más de tierras que murmuran que de cementerios. Me ha encantado esa imagen. Gracias por acompañarme también en esta historia que busca más transformar que aferrarse, más escuchar que gritar.
Un abrazo muy grande, de esos terrenales que saben a vida. 🤗🤗🤗
¡Hola, Miguel!
De nuevo me quedo sin palabras ante un cuento tuyo…
Es tan, tan, tan, pero tan exquisitamente Hermoso…
No sé qué destacar más… si la idea bellísima central de esa comunión mágica, de la que surgen como ramas más y más ideas preciosas… o la manera envolvente y embriagadora de sumergirnos en tu mundo interior. Mundo rico, mágico, trascendente, hondamente embriagador…
Delicioso también todo lo concerniente a la botánica, los dibujos… el encanto que has puesto en cada descripción de cada misiva, esa sensación natural, añeja, entrañable de cada carta… Y también esa fusión de la raíces-almas de los dos y el significado de interconexión maravillosa entre todo lo vivo.
Aunque subrayaría todo el texto por su riqueza, finura poética y filosófica, destaco esta frase:
"No dibujaste la mariposa, sino el vacío que su estela dejaba, la estela invisible de su libertad.” Para meditar durante horas…
Enhorabuena, maestro; has realizado un maravilloso relato que huele purísimamente a flor de almendro y como ella nos vuelve más etéreos y más blancos.
¡Un gran abrazo!
¡Maite!
Muchísimas gracias por tus palabras. Me alegra de verdad que hayas disfrutado del relato y que te haya llegado de esa manera. Comentarios como el tuyo hacen que todo el esfuerzo valga la pena.
Me ha hecho especial ilusión que destacaras detalles como el de la mariposa. Saber que se quedan contigo algunas imágenes me da una alegría difícil de explicar.
Te agradezco de corazón que hayas leído con tanta atención y cariño.
¡Un abrazo muy grande! ❤️🤗
Hola Miguel, me gustó mucho tu relato, increíble esa forma de unir la vida humana a la naturaleza, jugar con ellas, hacerlas danzar y el final que me llevó a recordar un episodio vivido que me maravilló. Una vez andaba por el campo con una persona del lugar que me estaba haciendo conocer esos espacios bellos con que contaba, en un momento un árbol enorme, que desplegaba sus ramas se encontraba solitario en esa gran pradera que atravesábamos, daba una sombra colosal, llevó mis pasos a descansar un poco bajo su follaje y de ahí nació la historia. Resulta que hacía mucho tiempo uno de los habitantes del lugar que le gustaba juntar semillas y plantarlas en diferentes espacios, había recolectado una y la había guardado en su bolsillo. Al poco tiempo murió y lo enterraron en ese lugar, llevaba en sus ropas esa semilla con él y ahí creció ese maravilloso árbol que perpetuaba su historia, su vida y su amor por la naturaleza. Abrazo grande
¡Hola, Themis!
Qué maravilla ese recuerdo que compartes… Me ha dejado pensando en cómo algunas semillas guardadas casi por azar terminan dando raíces a historias más grandes de lo que imaginamos. Es hermoso cómo la vida y la naturaleza saben tejer sus propios relatos, incluso cuando nosotros apenas los intuimos.
Tu anécdota encaja como una flor más en este jardín de presencias que quise evocar. Gracias por traerla aquí, por recordarnos que hay historias que se siguen escribiendo en la tierra, silenciosas, esperando a que las escuchemos.
Un abrazo enorme, y que sigan floreciendo esas memorias compartidas. 🤗