La Grieta

El aire tenía filo. Cada bocanada era un cristal desgarrando los pulmones, cada paso un esfuerzo inútil contra el abrazo implacable del viento. La tormenta los había atrapado antes de alcanzar la cumbre, envolviéndolos en un velo de nieve y sombra. No había arriba ni abajo, solo un torbellino blanco devorando el mundo.

—No podemos seguir —jadeó Alicia, con los labios entumecidos, el cuerpo sacudido por un temblor que era algo más que frío.

Javier la sostuvo por los brazos, tratando de compartirle algo de su calor, aunque apenas le quedaba. El viento les robaba todo: el calor, la fuerza, la voluntad. Pero entonces, allí, entre la bruma, apareció la cueva.

Una grieta en la roca, oscura y profunda. No recordaban haberla visto antes, pero ahora estaba allí, esperándolos.

No lo dudaron. No había espacio para preguntas cuando la montaña decidía abrirles un resquicio de clemencia.


La oscuridad los engulló con un aliento cálido y húmedo. Afuera, la tormenta seguía rugiendo, pero dentro… dentro todo era distinto.

El suelo no era de piedra, sino de algo más suave, extraño. Las paredes palpitaban con un resplandor líquido, como si la cueva misma respirara. Javier apuntó la linterna hacia el techo y se encontró con un firmamento imposible: estrellas suspendidas en la penumbra, constelaciones latiendo como corazones distantes.

—¿Esto… es real? —murmuró Alicia, sintiendo el eco de su propia voz expandirse en ondas invisibles.

Pero Javier no respondió. Había algo más allí.

Entre la bruma dorada que flotaba en el aire, una criatura emergió del resplandor. Su piel era translúcida, cubierta de fractales iridiscentes que cambiaban de color con cada movimiento. Sus ojos eran pozos de luz líquida, reflejando un millón de estrellas.

Alicia sintió el corazón acelerarse, pero no de miedo. Era asombro puro, inmaculado. Un sentimiento tan vasto que parecía extenderse más allá de su propio cuerpo.

La criatura avanzó con movimientos ondulantes, ajena a las reglas del mundo que conocían. Se detuvo frente a ella y, en un gesto tan delicado como la brisa, extendió una extremidad luminosa.

Alicia no supo si fue ella quien alzó la mano o si algo en su interior la empujó a hacerlo. Pero la tocó.

Y el universo se expandió dentro de ella.

Un río de sensaciones la inundó: la textura sedosa de aquella piel, la calidez que no era calor, sino una emoción hecha tacto. Era como tocar la memoria de un amanecer, la nostalgia de un océano sin nombre, el eco de una melodía nunca antes escuchada, pero que siempre había estado allí.

Javier observaba en silencio, con los ojos muy abiertos. No eran solo espectadores. Eran parte de algo inmenso.

Y entonces la luz cambió.

El paisaje maravilloso se quebró como un cristal bajo presión.


El frío dejó de ser frío.
El viento dejó de aullar.
La montaña… dejó de existir.

Alicia quiso respirar, pero no había aire.
Quiso moverse, pero no tenía cuerpo.
Quiso abrir los ojos…
pero no tenía ojos.

Solo el peso.
Algo invisible, apretándola desde todas partes.
Un manto de hielo y silencio.

Pensó en Javier. O creyó hacerlo.
Pero pensar era un acto lejano.
¿Quién era Javier?
Su nombre flotó en algún rincón de la nada, un sonido sin dueño, una palabra deshaciéndose como nieve en la lengua.

Un latido.
Uno más.
Uno más.
Uno—

Y el mundo se deshizo en blanco.

Como si nunca hubiera existido.


Una semana después

El periódico local apareció sobre la mesa de madera del refugio. Un rescatista tomó un sorbo de café antes de girar la página.

"ENCONTRADOS SIN VIDA DOS ESCALADORES EN LA LADERA NORTE DE LA MONTAÑA."

El subtítulo detallaba la tragedia:
"El equipo de rescate confirmó que los cuerpos fueron hallados abrazados, cubiertos por la nieve, tras haber sido sepultados por un alud durante la tormenta de la madrugada. A pesar del tiempo transcurrido, sus rostros estaban serenos. Casi en paz."

El rescatista exhaló despacio, apartando la vista de la noticia.

Afuera, el viento ululaba, sacudiendo las ventanas.

La bruma danzaba en la nieve.

Y por un instante, creyó ver dos figuras de luz, deambulando entre la tormenta.



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Marcos Manuel Sanchez Sanchez
4 de marzo de 2025 15:37

Magnífica exposición de hechos que tienen lugar paso a paso, en una cadena de experiencias que, así contadas, con esa lucidez y la expresión directa, casi magnética, que utilizas en tus palabras, llegan de lleno al lector y le hacen involucrarse en la aventura. Como tantas experiencias en las que los protagonistas han desaparecido de este mundo, debe haber en esos casos algo similar a lo que tan bien describes en tu historia. Voy a pasarme más por tu blog para dejar mis impresiones y sobre todo para disfrutar de tus escritos.
Te invito a pasarte de nuevo por el mío.

Un abrazo!

Mercedes Soriano Trapero
4 de marzo de 2025 18:12

Hola, Miguel, de todos los relatos tuyos que he leído este, sin duda, es el que más me ha gustado… Me ha pasado como a tus personajes, la paz que irradiaba ese ser, pues lo mismo cuando leía y es que ha sido una gozada disfrutar de esas imágenes tan bonitas y evocadoras: tocar la memoria de un amanecer…, etc., así como la poesía, bella como el ser que se refleja en la imagen. Y sí, has logrado transmitir esa paz que siente Alicia, esa sensación de vacío, de nada… Aunque, por desgracia, terminara mal o no, porque se han convertido en seres de luz, deduzco que en seres igual al que tus palabras describen y parecido, supongo, que al de la imagen. La montaña se los llevó para acogerlos, por toda la eternidad, en su seno.
Un abrazo. 🙂

Cabrónidas
5 de marzo de 2025 12:23

Al menos, en el momento final, se tuvieron el uno al otro.;)

Miguelángel Díaz
Miguelángel Díaz
30 de marzo de 2025 21:26

¡Qué relato, Miguel!
Por una parte esa historia en que se mezclan lo real con lo irreal, lo que ocurre con lo que se siente. Las imágenes que lo describen como "la memoria de un amanecer" o "la nostalgia de un océano sin nombre" nos hacen situarnos mejor en la historia. Y luego, esa paz, esa sensación de que no hay nada mejor y más insondable que ese final. Me encantó.
Un fuerte abrazo, tocayo 🙂

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