Imagen para el relato La Orilla Eterna

La Orilla Eterna

El viento era aún su carcelero. Diez años, y su ulular entre los aleros decrépitos del caserón seguía arañándole la piel del alma, arrastrando el sabor salobre de aquella noche, el eco imposible de la risa de Sara –una melodía ahogada por el bramido del Cantábrico. Diez años cerrando los ojos para ver el mástil astillado, la vela jironada como una herida contra un cielo de plomo enfermo. El impacto. El frío cortante. Luego, el silencio, vasto y profundo como las fosas oceánicas que la habían reclamado.

Hoy, una fatiga distinta, más antigua que la propia pena, se había adentrado en la médula de sus huesos. El café matutino, intacto sobre la encimera, era un charco de negrura, espejo líquido de sus días deshabitados. Se abandonó en el sillón de orejas que Sara había amado, ese refugio de tela gastada que aún exhalaba la fragancia espectral de sus cabellos. El aire de la habitación pareció aquietarse, preñado de una densidad nueva; el fragor del mar retrocedió, un murmullo amortiguado. Un parpadeo lento, casi imperceptible, y la luz del cuarto ya no era la que fue.

Era ahora suave, dorada, con la textura de aquellos atardeceres en la cala secreta. Y allí, recortada contra la luz, estaba ella. Sara. No el espectro translúcido de sus fiebres insomnes. Era ella, sustancia y recuerdo, con la misma pañoleta carmesí anudada al cuello el día de la botadura, el cabello alborotado por una brisa que olía a sal y a un verano anclado fuera del tiempo.

—Tardaste —dijo ella, y su voz, la misma melodía que él había intentado esculpir en vano con los añicos de su memoria.

Él solo pudo absorberla con la mirada, el corazón un pájaro ciego golpeando las rejas de sus costillas. Intentó hablar; las palabras eran escombros en su garganta. Una mano temblorosa se alzó, casi un acto reflejo, esperando que la visión se desvaneciera en el éter de los anhelos. Pero sus dedos palparon la calidez de una piel. Una calidez extraña, vibrante como una cuerda tensa, casi febril, pero innegablemente allí.

—¿Dónde… dónde estamos? —logró exhalar Ramón, la voz un graznido herrumbrado por el desuso de la alegría.

Sara sonrió, y en esa sonrisa latía toda la vida que la tormenta le había confiscado. —Donde siempre quisimos, Ramón. ¿Acaso no lo recuerdas? Nuestro refugio.

Su mirada barrió el entorno. La pequeña cabaña de pescadores, tejida con sus sueños. Las redes como encajes oscuros colgando de las vigas, el aroma a madera curada y a salitre impregnándolo todo. Los detalles eran de una viveza tan perfecta, tan dolorosamente exacta, que quemaban. Un sol tibio se derramaba por la ventana, iluminando partículas de polvo que flotaban en el aire, diminutas galaxias en suspensión.

—Pero la tormenta… —susurró él, la sombra de aquella noche aún aferrada a sus entrañas.

—Shhh —Sara posó un dedo sobre sus labios, un gesto que sellaba el pasado—. Ya pasó. Todo ha pasado. Estamos juntos.

Y él se permitió naufragar en esa creencia. Se aferró a ella, el rostro hundiéndose en la cascada de su cabello, aspirando ese perfume que era ancla y hogar. Lloró entonces, un diluvio silencioso que arrastraba el sedimento de una década de páramo interior. Ella lo acunó, susurrándole palabras que eran a la vez bálsamo y sortilegio. Hablaron durante horas, o quizás fueron instantes; el tiempo allí poseía una elasticidad onírica, plegándose a la cadencia de sus emociones compartidas.

En un momento, mientras la mano de Sara descansaba en la suya, notó cómo la luz del atardecer la atravesaba con una cualidad diáfana, casi irreal, dibujando el delicado contorno de sus huesos bajo la piel translúcida. Sus propias manos, al observarlas a contraluz, reflejaban esa misma naturaleza etérea. Una ingravidez sutil, una sensación de levedad ominosa, comenzaba a invadirlo.

—Sara… —comenzó Ramón, la voz teñida de una nueva inquietud, un escalofrío que no era de frío.

Ella lo miró, y en la profundidad insondable de sus ojos, Ramón leyó un amor vasto, teñido por el velo de una tristeza cósmica. —Oh, mi amor… —susurró ella, y su voz pareció llegar trenzada con el eco de olas rompiendo en una orilla lejana, invisible—. La tormenta fue inclemente. Arrasó con ambos.

Un abismo se rasgó bajo sus pies. La cabaña, la luz dorada, el murmullo del mar… todo comenzó a vibrar, a perder su solidez terrenal, como un recuerdo exquisito a punto de quebrarse en la memoria. Pero no sintió angustia, solo una extraña y profunda quietud, la paz de lo irrevocable. —Entonces… ¿esto no es…? ¿No estoy soñando?

Sara negó con una lentitud serena, sus ojos emitiendo un brillo suave, estelar. —Nunca más, mi amor. La tormenta nos reunió. Esta es la orilla donde las despedidas no tienen nombre.

Ramón la contempló, y en aquella luz que ya no nacía de ningún sol conocido, la vio –se vio– con una claridad desnuda, primordial. La verdad lo embistió con la furia helada de la ola que lo había arrastrado tiempo atrás, una certeza absoluta que le robó el último aliento que no sabía que aún conservaba. Estaban muertos. Juntos. Y el único sonido era el rugido callado de un océano que ya no pertenecía al mundo de los vivos, sino al vasto e inmutable paisaje de una eternidad compartida, tejida con los hilos de su amor intacto.


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Merche
17 de mayo de 2025 11:02

Hola, Miguel, "la orilla donde las despedidas no tienen nombre", genial. Qué bonito. Si la eternidad tiene mar y orillas y paz y estás con la persona amada, me la quedo…, ¿dónde hay que firmar? Pero luego más adelante, mucho más adelante, que todavía me queda mucho por leer y escribir.
Un relato que transmite paz, la que siente el protagonista cuando comprende lo que ocurre. Las imágenes perfectas, llenas de calma y color, el color de una nueva vida.
¿Y si el final solo es el comienzo?
Un abrazo. 🤗

Javier Ledo
17 de mayo de 2025 11:21

Hola Miguel, genial relato. La sensación inicial se vuelve certeza con el discurrir de las palabras.
Ese suele ser uno de los anhelos de los que aún transitamos este mundo, reencontrarse en algún lugar y que mejor lugar que “la orilla donde las despedidas no tienen nombre”
Fantástico y sugerente para mí al menos.
Un fuerte abrazo amigo.

ana piera
17 de mayo de 2025 15:37

¡Vaya Miguel! ¡Qué relato! Inquieta, conmueve, asombra. Está lleno de frases preciosas. Me encanta la idea de que ambos se vuelvan a encontrar, que haya un "más allá". Te felicito, me encanta tu manera de escribir. Abrazo fuerte.

Beatriz
17 de mayo de 2025 17:53

Que relato tan conmovedor, Miguel. Es el reflejo de ese amor que trasciende el tiempo y la muerte, con ese mar que los separa, pero también los une en esa "orilla donde las despedidas no tienen nombre". Me ha impactado la melancolía y el sufrimiento del protagonista, atrapado entre el amor y el dolor, sin saber que él mismo ha partido.
Me ha encantado. Un abrazo 🤗

sLuis
17 de mayo de 2025 23:07

Tarkion,
qué belleza serena y devastadora tiene este relato. La atmósfera salobre, el duelo suspendido en el tiempo, y esa última revelación tan sutil como demoledora… “La orilla donde las despedidas no tienen nombre” se me ha quedado grabada. Gracias por esta pieza tan íntima y luminosa en su melancolía.

Dakota
17 de mayo de 2025 23:23

Caray Miguel, con cada relato me sorprendes más. Me ha parecido tan emotivo como conmovedor.
Esa tormenta que los reúne, en esa orilla quizás empieza una nueva vida para ellos, una vida eterna. El amor los aguarda, los reúne, ya no hay despedida.
Esa cabaña es un símbolo especial para ellos. Y Ramón halla la paz cuando se da cuenta que ya ha partido del mundo terrenal y ya no tendrá que separarse de Sara.
Una historia que hace vibrar los corazones.

Un abrazo grande😊

finil
finil
17 de mayo de 2025 23:59

Buenas Tarkion
Cuanta tragedia en tan poco espacio.
Que el amor sobreviva a la muerte es muy romántico y hasta poético, pero a mi me ha dolido el corazón. Porque entre esas orillas inciertas donde flotan Ramón y Sara, lo que parece un reencuentro en el fondo es un naufragio lento.
No se si consuela o desgarra, pero te has marcado otra de esas historias que dejan huella.
Eso sí, te suplica esta teleleyente algún próximo final feliz
Un abrazo Capitan

Cabrónidas
18 de mayo de 2025 20:45

Después de leerlo aún me sigo preguntando qué queda cuando el mar y el tiempo lo han borrado todo. Porque así sucede, o quizá no del todo. Quizá es que una despedida es una puerta abierta a un reencuentro, y no todo queda borrado. Hoy decido creer. 😉

Jose Antonio Sánchez
20 de mayo de 2025 13:04

Felicidades, Miguel.
Un relato triste que se convierte en entrañable por mor de la belleza de las palabras y de las emociones que contagia.
Tal vez, la muerte no sea el final.
Abrazo Grande.

Maty Marín
20 de mayo de 2025 15:37

¡Querido Miguel!

Bella y más que bella historia, pero AÚN MÁS son las palabras que entrelazadas de manera ÚNICA y tan tuya, de modo tal que surge justamente lo que dejas aquí. La belleza del lenguaje y tu manera tan peculiar de trazarlo sembrando emociones, es algo que me sorprende y me eleva vez tras vez. Sin falta, sin duda, con mucho goce. Es un derroche de habilidad literaria pero que, SIN DUDA, junto con el sentimiento; dan paso a una muy conmovedora historia en donde inicia la vida justamente con la muerte en ese lugar en el que ya no habrá más naufragios, sino vida por siempre. La nostalgia, la cuestión melancólica y dos seres que se amarán por siempre. Precioso Miguel, precioso. Te dejo un abrazo uhhhhhh de grande.

Miguelángel Díaz Díaz
21 de mayo de 2025 22:41

¡Qué emotivo, tocayo!
Ese duermevela que se transforma en serena eternidad, no deseada pero aceptada refleja un amor más allá de lo terrenal.
Un fuerte abrazo 🙂

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