Pasillo surrealista y opresivo de un motel con paredes distorsionadas que parecen cerrarse. La puerta de la habitación 207 está entreabierta, emitiendo un resplandor inquietante. Un antiguo auricular cuelga de la pared, su cable perdiéndose en la oscuridad, como si acabara de ser usado. Las sombras se alargan de manera antinatural, reforzando la sensación de laberinto infinito y horror psicológico.

La Tercera Llamada

El viento aullaba entre las rendijas del motel, una voz hueca que se filtraba por las ventanas mal selladas. Julián había aprendido a ignorarlo, como había aprendido a no mirar demasiado tiempo las manchas oscuras en el libro de registros, o el reflejo borroso que a veces veía en el cristal de la recepción; aunque su mano izquierda se deslizaba instintivamente a la cicatriz rugosa en el dorso, frotándola con el pulgar como hacía desde niño cuando algo lo inquietaba.

Aquella noche traía un eco distinto, un murmullo de algo que no debía estar allí.

Desde la recepción, alzó la vista al oír una ráfaga golpear la persiana de la 207.

Otra vez la 207.

Frunció el ceño y revisó el libro de registros. Nadie había alquilado esa habitación en semanas. Desde aquella noche.

Julián dejó el libro sobre el mostrador, su mano izquierda buscando la cicatriz en un movimiento automático, frotándola con más fuerza de lo habitual, como si pudiera borrar el peso de la memoria. No era la primera vez que la 207 lo miraba desde la distancia, llamándolo.

Un mes atrás, cuando encontró aquel cuerpo, había jurado no volver a subir. Era un viajero solitario, un hombre de mirada perdida que pagó en efectivo y dejó una nota arrugada:

“No abras la puerta.”

Julián lo ignoró entonces, pensando que era una rareza más del motel, hasta que entró y lo vio: inmóvil, con los labios amoratados y una mano crispada sobre el teléfono, como si hubiera intentado pedir ayuda. Desde ese día, las pesadillas lo seguían: el crujido de la cama, el eco de su propia voz gritándole que corriera.

No lo contó a nadie. ¿Quién le creería? Pero cada noche, al cerrar los ojos, sentía que una parte de él seguía atrapada allí arriba, esperando.

Se estremeció y miró la puerta del fondo del pasillo. Oscura, entreabierta, como una boca negra en la penumbra.

No tenía por qué subir. Sabía lo que había allí. Y, sin embargo, se puso de pie y tomó la linterna.

El viento silbó en las rendijas, como si se riera de su decisión.

Dio el primer paso.

Tres tonos. Luego, el silencio.

Un escalofrío le recorrió la nuca.

Respiró hondo. Debía haber una explicación lógica. La necesitaba. Porque la línea del motel estaba desconectada desde hace meses.

Y sin embargo, había sonado.

Subió las escaleras con el corazón golpeándole el pecho. Cada escalón crujía bajo su peso. Al llegar al pasillo, la 207 lo esperaba con la puerta más abierta que antes.

Alguien o algo quería que entrara.

Empujó la puerta; la luz del pasillo apenas rozaba la alfombra raída. Un hedor a podredumbre y sangre seca impregnaba la habitación.

La linterna iluminó la cama: alguien yacía bajo la sábana blanca.

Julián sintió un vacío en el estómago. Sus piernas se congelaron en el umbral.

Porque ya había visto ese cuerpo antes.

Hace un mes.

Cuando lo encontró en la misma cama, con los labios amoratados y los ojos abiertos, reflejando algo que no debía existir.

La sábana se movió.

Julián sintió que la piel se le erizó de golpe. Un tirón en el estómago, un instinto primitivo que le gritaba que corriera.

Dio un paso atrás.

Entonces, el teléfono sonó otra vez.

Tres tonos. Luego, el silencio.

La luz de la linterna tembló en su mano derecha, mientras la izquierda se cerraba sobre la cicatriz, los dedos apretándola hasta que la piel se blanqueó, un ancla inútil contra el terror. Su mirada bajó instintivamente al suelo y vio una hoja de papel a sus pies.

No. No era un papel.

Julián levantó la fotografía con dedos entumecidos y la extendió bajo la luz. Su garganta se cerró.

Era él mismo, de pie en ese mismo pasillo, con la linterna en la mano.

Pero no estaba solo.

Detrás de él, una sombra alargada lo observaba desde la puerta de la 207.

Entonces lo notó: en la pared junto a la puerta, apenas visible bajo la pintura agrietada, la misma frase garabateada que había visto en la nota del viajero:

“No abras la puerta”

Repetida en líneas torcidas, como si alguien, o algo, la hubiera escrito una y otra vez hasta desgastar la superficie.

Una advertencia que no era solo para él, sino para todos los que habían cruzado antes.

Julián giró la cabeza lentamente.

La puerta de la 207 estaba entreabierta.

Pero él no la había tocado.

El frío le agarrotó la columna.

El teléfono volvió a sonar.

Pero esta vez no se detuvo.

Un zumbido metálico llenó el aire, como si el motel entero vibrara con un eco lejano.

Las paredes parecían encogerse, absorbiendo la luz.

El auricular, colgado de su cable, comenzó a balancearse solo.

Julián sintió que algo se arrastraba detrás de él.

Un crujido húmedo.

Una respiración demasiado cerca de su oído.

Intentó moverse, pero algo invisible lo atrapó, reteniéndolo en su lugar.

Entonces, la voz surgió del auricular:

Ya estás dentro.

El mundo se quebró.

La cama crujió.

Julián giró la cabeza, lento, aterrorizado.

La sábana había caído al suelo.

El hombre muerto se levantaba, tambaleante, con el rostro hundido en sombras.

Julián sintió que el alma se le desprendía del cuerpo.

Porque el muerto tenía su cara.

Su misma expresión de horror.

Pero los ojos—esos ojos vacíos—lo miraban como si lo reconocieran.

No era solo un reflejo: era él, atrapado en un instante que ya había vivido.

La figura abrió la boca, la voz rota pero familiar:

Cierra la puerta.

Y la puerta se cerró de golpe.

Oscuridad.

Silencio.

Epílogo

A la mañana siguiente, el recepcionista del turno diurno revisó el libro de registros.

Nadie había alquilado la 207.

Pero una línea garabateada a mano rezaba:

«Julián, noche.»

El teléfono marcó una llamada perdida en la madrugada.

Tres tonos.

Silencio.

El recepcionista frunció el ceño.

Entre las llaves del motel, encontró una fotografía arrugada.

La tomó con curiosidad.

Era Julián en el pasillo, con la linterna en la mano, y detrás, en la puerta de la 207…

Una sombra alargada lo observaba.

La misma sombra que ahora parecía temblar en el cristal de la recepción.


 
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Mercedes Soriano Trapero
24 de febrero de 2025 12:55

Hola, Miguel,

¡¡¡Ayyy!!! Lo he leído al mismo ritmo frenético y con la misma mueca de horror en la cara y con la respiración agitada igual que el protagonista, casi me has hecho sentir que yo misma estaba entrando a la habitación y mirando lo que había… ¡Madre mía! ¡Qué calvario!
Logras perfectamente la tensión en el texto, gracias a las frases cortas y a la repetición de "no abras la puerta" y creas miedo, angustia, incertidumbre. Y al final no terminas esa tensión porque sigue en el epílogo con el recepcionista y lo que ve, uuufffff. Muy bueno.
Escribes genial, Miguel.
Un abrazo. 🙂

Cabrónidas
24 de febrero de 2025 16:34

Desde luego preferiría dormir al raso antes que registrarme en ese motel.:)

Miguelángel Díaz Díaz
13 de marzo de 2025 21:38

¡Qué tensión has creado, tocayo!
Esas frases cortas, aceleradas hacen que el ritmo vaya creciendo y te metas en la historia como si estuvieras allí.
Un fuerte abrazo 🙂

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