La primera grieta apareció en el silencio.
Lucía la sintió antes de verla, como se sienten los temblores internos que preceden al llanto. Estaba en la cama, el pijama aún arrugado del sofá, la pantalla del portátil apagada desde hacía horas. Afuera, la ciudad bostezaba farolas y autobuses nocturnos. Dentro, solo ella. Ella y aquel… zumbido.
Un leve crujido en el aire. Como si el espacio estuviera siendo doblado por unas manos invisibles y nerviosas. El sonido no provenía de ninguna parte, y sin embargo estaba en todas. Alzó la vista, sin moverse. Y entonces lo vio.
Un corte vertical, flotando en el centro de su habitación. Como si alguien hubiese desgarrado la tela de la realidad. Un resplandor pulsante, azulado, supurando una neblina que no olía a nada, pero dolía en el pecho.
Y de él salieron dos jóvenes.
La primera tenía ojos como tormentas recién contenidas. Su cabello oscuro se adhería a su rostro sudoroso, y en su cuello llevaba tatuada una runa similar a un trazo de tinta fresca. Temblaba, pero sus gestos eran firmes, decididos, protectores. El segundo, más joven, lucía un colgante de plata con runas grabadas, idénticas a las del cuello de su compañera. Tenía cicatrices en las mejillas, finas, casi invisibles, testimonio de batallas que Lucía nunca entendería. En sus miradas había miedo, pero también complicidad, como hermanos unidos por una misión que trascendía palabras.
Ambos empujaban el portal con movimientos coreografiados, desesperados. Pero no les dio tiempo.
Una garra gigantesca atravesó el portal. Negra, chorreante, dedos curvos que parecían de piedra y hueso y noche. La luz de la habitación tembló. El aire se llenó de un zumbido agudo, como metal que se retuerce.
Lucía no gritó. Ni pensó.
Simplemente se levantó.
Su cuerpo se movió sin permiso, sin lógica. Cruzó la distancia entre su cama y la grieta con pasos torpes pero decididos. Extendió la mano hacia la chica.
Al rozarla, algo estalló.
La garra comenzó a convulsionar. El portal vibró. Y entonces apareció una cara: una máscara deforme, ojos como lunas sin órbitas, sonrisa cosida con alambres de carne. La criatura miró a Lucía. No con odio. Con… curiosidad.
Y justo entonces el portal se cerró.
Los jóvenes cayeron de rodillas, exhaustos. Lucía también.
Durante unos segundos solo se escuchó su respiración. La chica intentó hablar sin conseguirlo. El chico tocó su colgante, miró a Lucía con urgencia contenida, y entonces abrió un nuevo portal: más pequeño, más estable.
Lucía dudó un instante. Miró atrás: su habitación gris, su vida gris. Se acercó al chico y señaló suavemente su colgante.
—¿Qué significa? —preguntó ella, con voz quebrada.
Él pareció entenderla perfectamente. Rozó la runa con sus dedos temblorosos y luego la miró a los ojos. Susurró una sola palabra, en un idioma que Lucía no comprendía, pero que sintió hasta en los huesos. Ella entendió el significado exacto: “Destino.”
Lucía respiró profundo. Asintió con la cabeza. Sin mirar atrás, saltó.
El mundo al otro lado era de otro azul.
Montañas flotaban sobre océanos invertidos. Criaturas de cristal cruzaban el cielo como peces gigantes. Las nubes tenían forma de letras. La gravedad era más una sugerencia que una ley.
Un aroma único impregnaba el aire: la tinta de los magos olía a papel quemado y hierba mojada. Lucía descubrió que algunos sonidos podían saborearse: ciertos susurros sabían a chocolate amargo; otros, más agudos, tenían un sabor ácido, casi cítrico.
Allí, los jóvenes la guiaron entre torres con palabras olvidadas, donde runas similares al colgante brillaban suavemente al paso de Lucía. Observó a magos que escribían en el aire, cuyas heridas abiertas sangraban tinta oscura. Tocó murallas cuyos secretos palpitaron en su piel, ciudades que lloraban al ver llover en la Tierra.
Sintió en cada rincón la llamada irresistible de lo que nunca podría comprender del todo.
Y justo cuando empezó a creer que ese mundo era real…
…despertó.
No hubo transición. Solo el retorno brusco, brutal a una cama vacía, sin alma. El colchón olía a polvo que sabía a minutos vacíos. Todo parecía deformado un grado exacto hacia lo insoportable.
Lucía se incorporó con un gesto lento y torpe, jugando nerviosa con su anillo. La realidad pesaba como plomo, pero no era solo por el contraste. Era por la ausencia.
Sobre la mesilla, una vieja foto con su madre. Ahora ni siquiera se hablaban.
El móvil vibró. Un mensaje de su jefe:
“Esto no funciona, Lucía. O estás aquí de verdad, o deja de estarlo.”
Ni siquiera llevaba semanas en ese empleo, uno más entre tantos. Café barato, tareas sin alma y sonrisas huecas en pasillos sin ventanas.
Aquel mensaje fue el último empujón.
Sin responder, bajó a la calle.
Anduvo sin rumbo, arrastrando los pies por calles ajenas, perdida más allá de lo que nunca hubiera imaginado, con el pesar de una pérdida inconfundible e ignota. Durante minutos —o tal vez horas—, solo caminó, incapaz de sostener la mirada a ningún rostro ni reconocer el ritmo de su propia respiración.
Sin saber cómo, bajó una calle que no recordaba haber visto antes.
Y entonces lo vio: un escaparate iluminado tenuemente, una máquina de escribir antigua, pesada, inmutable. Algunas teclas tenían runas grabadas. Runas familiares.
—¿Te interesa? —preguntó el hombre tras el mostrador con complicidad sutil—. Estuvo esperándote.
Lucía no respondió, pero sintió un latido profundo, irresistible. Llevó la máquina a casa.
✦ Epílogo ✦
Lucía se sentó frente a la máquina. Dudó, rozando una tecla con cuidado reverente. Luego escribió con decisión:
“La primera grieta apareció en el silencio.”
Las teclas resonaron con firmeza.
Y entonces…
La pared del fondo vibró suavemente. La grieta apareció, esta vez nítida, permanente.
Lucía tomó aire profundamente. Escribió otra línea:
“Los jóvenes habían vuelto a buscarla. Pero esta vez, ella estaba lista para encontrarlos.”
La grieta en la pared se ensanchó lentamente, emitiendo una suave luz azulada.
Lucía se quedó quieta.
Una sonrisa, casi imperceptible, se dibujó en sus labios.
Finalmente había comprendido.
Escribir no era solo refugiarse del mundo.
Era la única manera de encontrar el camino de regreso.
Y así, palabra a palabra, Lucía siguió escribiendo.
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Hola, Miguel, ¡cómo me gusta el final! Esa única manera de encontrar el camino de regreso. Al principio, pensaba que iba por otros derroteros el relato, después lo de la máquina de escribir me ganó. Muy bueno. También con su toque de misterio, su rapidez acentuada con las frases cortas, el no destapar las cartas antes de tiempo… Gran relato, te felicito.
Un abrazo. 🙂
¡Hola, Merche!
Qué ilusión que te haya gustado el final, porque era justo el eje emocional que quería dejar vibrando: sin estridencias, pero con resonancia. Ya sabía yo que tú captarías ese "no destapar las cartas", porque justo jugaba a eso: a que lo mágico no tuviera nombre, solo presencia.
La máquina de escribir fue la última en llegar a la historia… y terminó dándole sentido a todo. Al principio, la verdad, se me escapaba por dónde iba a salir esto —y eso que suelo preparar tema, argumento y final—, pero me perdí por el camino.
Y mira, al final me gustó cómo quedó, cosa que no puedo decir de muchos otros relatos que tengo. También es que resuena conmigo totalmente, para mí escribir es vivir… En fin, no me enrollo jaja Gracias por leerlo con esa mirada tan atenta que tanto valoro.
¡Un abrazo, compañera!
Wow, ¡me ha encantado Miguel!
coincido con Merche, el final me ha encantado, un relato que va dejando entrever poco a poco, sin prisa, manteniendo la intriga.
Felicidades.
Tienes un toque para el relato único.
Un abrazo.
¡Hola, Dakota!
Me emociona que te haya gustado ese ritmo que se va desplegando poco a poco, casi como si la historia también dudara antes de cruzar el portal. Intenté que la intriga no fuera ruido, sino una especie de susurro creciente. Me alegra muchísimo que conectaras con el relato, y que el final haya resonado.
Gracias por tus palabras, de verdad, no sabes cuánto las aprecio.
¡Un abrazo, compañera!
Muy bueno, te atrapa desde el principio, esa grieta, que te lleva a otro mundo dentro de este gran mundo o dentro de todos los mundos que nos acompañan. El final esa unión y ese descubrimiento de lo que es el escribir, muy pero muy significativo, el encuentro con el camino, ese que nos hace regresar a nosotros mismos, a quienes somos en nuestra esencia. Abrazo grande
¡Gracias, Themis!
Tu lectura ha sido preciosa, sobre todo esa idea de que escribir es encontrar el camino de regreso a nosotros mismos. No puedo decirlo mejor. El relato nace justo de ahí: de esa necesidad de cruzar una frontera interior, de dejar de huir hacia afuera y empezar a reconocerse en lo que se escribe. Me encanta cómo lo expresas.
¡Un abrazo, compañera!
Un relato que nos hace despertar la imaginación y pensar que no estamos solos en este inmenso universo.
Un saludo.
¡Hola, Campirela!
Gracias por pasarte por este rincón de mundos rotos y portales raros. Me alegra que el relato te haya despertado esa chispa de imaginación (y de compañía cósmica). Al final, escribir también es eso: un acto de fe en que no estamos tan solos.
Un saludo muy afectuoso.
Escribir para encontrar un camino; para sentir que vamos hacia algún sitio, y alejarnos de otros. 😉
Y escribir, a veces, también es la única manera de no dejar que todo eso nos arrastre. De marcar el rumbo. O de reírnos mientras el mundo se quema.
Gracias por pasarte, compañero, ¡un abrazo!
fascinante la máquina de escribir: se convierte en un portal a un mundo paralelo donde cada palabra escrita es un reflejo de sus anhelos mas profundos.
Esto me lleva a reflexionar sobre nuestras propias experiencias. Cuantas veces hemos sentido que nuestros sueños nos llevan hacia un camino más auténtico?. Solo hay que atravesar esa grieta que conecta lo que somos con lo que queremos ser, y nos recuerda que a veces, solo hay que dar un paso hacia lo desconocido para descubrir nuevas dimensiones de nuestra existencia.
Me ha encantado la entrada y me han dado unas ganas locas de buscar una máquina de escribir. Y si encuentro una que haga café, prometo no dejarla escapar.
Gracias por la historia. Un saludo máquina..de narrar..
¡Hola, Finil!
Qué gusto encontrarte al otro lado de esta grieta —porque eso ha sido tu comentario: un cruce, una conexión inesperada pero profunda.
Me ha encantado cómo has leído la máquina de escribir no solo como objeto narrativo, sino como símbolo de ese vínculo entre lo que somos y lo que anhelamos ser. Justo eso era lo que buscaba dejar en suspenso: no una moraleja, sino una grieta abierta. Y tú has entrado por ella con la mirada justa.
Esa frase tuya: “solo hay que dar un paso hacia lo desconocido para descubrir nuevas dimensiones de nuestra existencia”… podría estar escrita en la pared del mundo azul al que salta Lucía. Porque, sí, a veces ese paso no es más que escribir una frase, o volver a tocar una tecla olvidada.
Y si alguna vez encuentras esa máquina que también hace café, ya sabes: me guardas sitio al lado y escribimos el próximo portal juntos, con cafeína y todo.
Gracias por leer con tanta sensibilidad (y humor del bueno).
Un saludo, compañera… de teclas y caminos.
Hola, Miguel. Me he quedado sin palabras de todo lo que me ha removido tu relato por dentro. Ha sido un golpe al corazón.
Muy onírico, ese mundo azul, sinestésico. Ese destino, ese encontrar el camino de regreso escribiendo. Solo que el camino de regreso está detrás de la grieta 🙄🙄
Un abrazo enorme 🤗
¡Beatriz!
Me ha gustado mucho cómo has descrito ese "camino detrás de la grieta". Da la sensación de que se queda ahí, como una invitación que no acaba de cerrarse del todo. También ese mundo azul, tan onírico y sensorial, me alegra que lo hayas sentido de esa manera, como si todo en él hablara un idioma distinto, pero familiar al mismo tiempo.
Tu comentario se siente como un eco de ese viaje que la protagonista hace casi a ciegas, pero con la intuición encendida. Gracias por compartirlo así, tan de lleno. Y por tus palabras llenas de amabilidad.
¡Un fuerte abrazo, compañera!