Último latido

El filo del cuchillo aún temblaba en su mano cuando el olor a cobre fresco ascendió de la sangre que se enfriaba en el suelo, una fetidez dulzona que le arañó la garganta. No recordaba el momento exacto en que cruzó la línea, solo la respiración entrecortada de Helena y el sabor metálico de su propia desesperación. Había sido un acto impulsivo, un estallido de ira contenida que se había convertido en su sentencia.

El cuarto parecía más pequeño ahora. Las sombras en las paredes, distorsionadas por la lámpara titilante, parecían espectros juzgándolo en silencio. Un goteo constante marcaba el tiempo con una cadencia insoportable. Cada sonido era un eco de su culpa.

Las discusiones siempre terminaban igual: ella dando la espalda, él con los puños cerrados. Pero luego venía la calma. Un roce accidental de manos, un "olvidémoslo". Hasta que la tensión volvía a crecer como una tormenta inevitable. Una y otra vez, en un ciclo de dolor, resentimiento y angustia.

Se miró las manos. Manchadas. No importaba cuánto intentara borrar la sangre, el crimen estaba marcado en su piel como una cicatriz que nunca sanaría. El reflejo en el espejo le devolvió una imagen distorsionada de sí mismo: un hombre quebrado, un monstruo que apenas reconocía.

No era la primera vez que veía sangre en sus manos. No era la primera vez que el miedo cubría el rostro de Helena. Solo que esta vez, ella no podía ocultarlo detrás de una sonrisa forzada.

Helena yacía en el suelo. Sus ojos abiertos eran espejos sin reflejo. La dulzura que solía habitar en ellos se había extinguido, reemplazada por un último rastro de terror congelado en su rostro. Su cabello, enredado y empapado de sangre, contrastaba con la palidez de su piel. Sus manos aún estaban crispadas, como si hubieran intentado aferrarse a algo.

A él. A la vida que le arrebató.

Por un instante, un recuerdo lo golpeó con una fuerza insoportable.

Una tarde cualquiera. Helena en la cocina, tarareando una melodía que nunca terminaba. Ella cortaba fresas con manos ágiles, aunque su respiración era más corta de lo habitual.

—Siempre haces lo mismo —había dicho él, con un deje de cansancio en la voz.

Helena se tensó apenas un segundo, pero forzó una sonrisa y se encogió de hombros.

—Porque sé que te molesta.

—No me molesta.

Ella asintió con una risa breve, pero evitó mirarlo directamente. Se llevó una fresa a la boca con un gesto medido, como si cada uno de sus movimientos estuviera calculado.

—Seguro que no. Igual que cuando frunces el ceño al leer el periódico o cuando murmuras en voz baja mientras cocinas.

—No murmuro.

—Claro que no —murmuró ella, con una risa demasiado ligera, más parecida a un suspiro que a un sonido genuino.

Él bufó, fingiendo indiferencia, pero algo en su interior se removió.

Ella había reído, esa risa breve y temblorosa, como un cristal golpeado, a punto de astillarse.

Una burla de Helena días atrás, sobre su vida rota, aún le quemaba en silencio.

Ahora su boca estaba inmóvil, su risa extinguida, y él solo podía pensar en cómo la había silenciado para siempre.

La puerta entreabierta dejaba pasar el frío de la madrugada. Afuera, la ciudad seguía con su rutina indiferente, ajena a la tragedia que se había consumado en aquel apartamento. El mundo no se detendría. Solo él estaba atrapado.

Se dejó caer en el suelo, la espalda contra la pared. Cada latido en su pecho resonaba como una sentencia. Podría entregarse, pero ¿a quién debía responder realmente? Su mente era una celda más cruel que cualquier prisión.

El eco de Helena lo perseguía. No en su voz, sino en su ausencia. En el vacío que dejaba cada sonido que no volvería a hacer, cada risa que no volvería a brotar. Deambuló sin rumbo, su sombra alargada por las luces mortecinas de la ciudad.

La brisa nocturna arrastraba el eco lejano de la vida de otros, pasos apresurados, risas difusas desde algún bar cercano. Él seguía caminando, su sombra temblando bajo la luz de las farolas.

—¿Tienes fuego? —La voz lo detuvo.

Un hombre encorvado, con un abrigo ajado y las manos en los bolsillos, lo miraba desde la entrada de una tienda cerrada.

Parpadeó, tardando demasiado en procesar la pregunta. Su lengua se pegaba al paladar. No tenía cigarrillos, no tenía nada. Solo la sangre seca en los dedos, apenas visible en la penumbra.

—No —murmuró al final, retomando su paso.

—Pareces un muerto, amigo. —El desconocido soltó una risa ahogada—. Sea lo que sea, no vale la pena.

Siguió caminando, como si no lo hubiera escuchado. Pero lo había escuchado. Lo había escuchado demasiado bien.

Las calles eran pasillos de una cárcel sin barrotes, donde los edificios se inclinaban sobre él como jueces silenciosos.

El amanecer dibujaba sombras alargadas cuando sus dedos, entumecidos, rozaron algo en el bolsillo de su pantalón. La llave del apartamento de Helena.

Con ese ridículo llavero de estrella que ella adoraba.

"Para que siempre encuentres el camino a casa."

Pero ya no había casa a la que volver.

Se detuvo en un puente. Miró el agua negra y densa bajo sus pies. La llave se deslizó de su mano y desapareció en la corriente.

Él no se movió.

El alba lo encontró allí, inmóvil, los pies empapados en charcos sucios.

Los ojos clavados en el reflejo del agua.

El mundo seguía girando, pero él ya no formaba parte de él.

Solo un espectro atrapado en la jaula de su mente.

Con un movimiento lento, casi roto, alzó la mano y rozó el aire donde alguna vez estuvo su risa, como si pudiera atraparla una última vez.

Debajo, el río avanzaba con lentitud, tragándose la luz de la mañana como un abismo sin fondo.

Sus pies rozaron el borde, la grava crujiendo bajo sus zapatos como un último susurro de la tierra. Un paso más y el río lo reclamaría, pero en su superficie negra solo había vacío: ni absolución, ni eco de Helena.

La brisa helada le arrancó un estremecimiento, y al inclinarse, su reflejo se quebró en mil fragmentos contra las ondas, como un rostro que se deshacía por fin.

Entre ellos, por un instante, creyó ver los ojos de ella—abiertos, inmóviles, mirándolo desde el fondo.

Entonces, el viento se llevó el sonido de su propio latido, y el silencio lo envolvió como una segunda piel.

 


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Cabrónidas
25 de febrero de 2025 16:29

En un momento dado, asesinar es fácil. Lo difícil es soportar el cargo de conciencia un día tras otro. Ah, la conciencia…

Mercedes Soriano Trapero
25 de febrero de 2025 22:08

Hola, Miguel, menos mal que existe la conciencia. Pensaba que moría al final, que se suicidaba, pero no sé si ocurre o no, me he leído el párrafo final dos veces y no lo acabo de pillar, no sé… Luego me dices.
Un abrazo. 🤗

Mercedes Soriano Trapero
Responder a  Tarkion
26 de febrero de 2025 07:25

Jajajajajaja, gracias por lo de las hadas y los relatos cortos, jajajajaa. Si no te digo que no me gustara el relato por lo que cuenta, lo único que no pillé el final, solo eso, queda claro ya… Yo también escribo más cosas, además de historias de hadas y demás, incluso historias de miedo, las menos, pero haberlas las hay.
Un abrazo. 🙂
¡Buenos días!

Miguelángel Díaz
Miguelángel Díaz
17 de marzo de 2025 22:55

Si hay un poco de conciencia el desenlace está en esa línea, tocayo. No puede haber un final que no sea tormentoso, aunque siempre hay la posibilidad de que la mente venza los escrúpulos y la ignominia. Me gustó ese final.
Un fuerte abrazo 🙂

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