Las luces del hospital titilaban con desfallecimiento, como si algo invisible apretara su fulgor con dedos ansiosos. En la recepción, un televisor colgaba torcido de la pared, transmitiendo la misma sentencia irrefutable:
IMPACTO CONFIRMADO. Alecto-9 colisionará en tres horas. No habrá evacuaciones. No habrá refugios.
El doctor Emil Rojas apagó la pantalla. No tenía sentido seguir viendo.
Desde que se había anunciado la cuenta regresiva, el hospital había ido perdiendo su pulso. Primero se marcharon los pacientes con familiares que aún los querían. Luego, los que podían caminar por sí mismos. Más tarde, las enfermeras, algunos médicos. Solo quedaron los que no tenían a dónde ir.
Los que iban a morir de todos modos.
Él era uno de ellos.
Atravesó el pasillo, esquivando sillas volcadas, gasas manchadas y goteros abandonados. El aire olía a productos de limpieza rancia, a cuerpos que no verían otro día. Unos metros más adelante, una radio encendida murmuraba fragmentos de una oración entrecortada.
El mundo entero se aferraba a un milagro que no llegaría.
En la UCI, la doctora Saavedra miraba por la ventana con un cigarrillo entre los dedos.
—No deberías fumar aquí —comentó Emil, sin convicción.
Ella sonrió con desgana.
—Si el fin del mundo me encuentra con cáncer de pulmón, mala suerte.
Afuera, la ciudad estaba sumida en un letargo antinatural. No había disturbios ni gritos. Las luces de los edificios titilaban como un cadáver eléctrico que aún se negaba a apagarse.
—¿Te quedas? —preguntó ella.
—Sí.
—Yo también.
Cerca de la puerta, el monitor de signos vitales de la paciente más anciana dejó escapar un zumbido prolongado.
Emil y Saavedra giraron al unísono.
No había exhalado su último aliento. Algo se lo había robado.
Saavedra corrió a revisar las conexiones. Emil tomó su pulso. La piel estaba fría, la expresión vacía, pero sus ojos estaban abiertos de par en par, fijos en el techo como si hubieran visto algo que la carne no estaba hecha para comprender.
—Doctor… —susurró.
Su voz no viajó por el aire.
Le llegó directamente al pensamiento.
Emil sintió cómo su estómago se encogía.
Saavedra se apartó de un salto.
—¡Dios! ¿La oíste?
Pero no era un sonido. No del todo. No había pasado por sus oídos, sino que había brotado desde dentro.
La anciana movió los labios. Ningún ruido escapó de su boca, pero Emil sintió las palabras filtrándose en su conciencia como si fueran recuerdos implantados:
—No es solo un meteorito. Es una grieta en el tejido del cielo.
El hospital crujió.
Saavedra y Emil se quedaron inmóviles. El aire se comprimió.
Las paredes parecieron flexionarse como si algo del otro lado las presionara para entrar.
Emil salió al pasillo.
El mundo se había encogido.
Las habitaciones estaban abiertas. Las camas, vacías.
Los pacientes terminales ya no estaban.
El televisor volvió a encenderse por sí solo.
Pantalla en negro.
Entonces apareció el ojo.
No humano. No de este mundo.
Una hendidura sin párpados, una pupila que no era más que una perforación en la existencia.
Emil no podía apartar la mirada. Algo lo observaba desde el otro lado del tiempo.
La presión en su cráneo aumentó. Saavedra se llevó las manos a las sienes y cayó de rodillas.
La voz de la anciana brotó en su mente una última vez, demasiado cerca, demasiado adentro.
—Siempre ha estado ahí. Solo que ahora nos ha notado.
Las paredes se abombaron.
Se tragaron la luz.
Cuando la Tierra se desintegró bajo el impacto de Alecto-9, el hospital ya no estaba allí.
Nunca había estado allí.
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