Aún podía escuchar su risa. No con los oídos, sino con el alma. Como un eco atrapado en la piel, en la memoria, en cada resquicio del tiempo que había pasado desde entonces.
No, no era real. Era un instante suspendido, una imagen grabada en el hueso del alma. Como una fotografía con los bordes gastados por los años.
Ella estaba allí, girando bajo la lluvia, con los brazos abiertos, dejando que el agua la envolviera, ajena al frío, como si estuviera danzando con el mundo.
—Si pudieras pedir un deseo, ¿cuál sería? —preguntó una vez, marcando ese tic maravilloso que hacía que sus hoyuelos se pronunciaran.
Él no respondió. No porque no lo supiera, sino porque ponerlo en palabras lo haría demasiado real.
El tiempo, sin embargo, no se detiene por nadie.
El día en que ella se fue, el mundo fue mudo, indiferente a su grieta. No hubo tormenta, ni viento arrancando hojas de los árboles, ni un cielo gris que reflejara su vacío. Solo un día cualquiera, idéntico a los anteriores.
Ella partió con la certeza de que el amor no se mide en tiempo, sino en momentos.
Él se quedó con la certeza de que algunos momentos se convierten en eternidad.
Los años pasaron, la rutina tomó su lugar. Aprendió a llenar los vacíos con nombres nuevos, con horarios estrictos, con conversaciones que solo rozaban la superficie de lo que alguna vez sintió. Pero el olvido nunca llegó.
Y entonces, una tarde cualquiera, la vio.
O creyó verla.
Un instante, un reflejo en una vidriera. Una silueta familiar entre el ir y venir de la gente.
Antes de pensarlo, corrió.
No porque creyera que podía alcanzarla. No era un iluso. Corrió porque su cuerpo reaccionó antes que su mente, porque algunas cosas están incrustadas en los huesos, en la piel, en la memoria que el tiempo no consigue borrar.
Saltó entre desconocidos, esquivó charcos, avanzó con el pulso desbocado. Si había siquiera una mínima posibilidad, no podía quedarse quieto.
Pero cuando llegó al otro lado de la calle, ya no estaba.
Solo desconocidos con prisa, escaparates reflejando su propia imagen jadeante. Buscó. Buscó hasta que los ojos le dolieron.
Y entonces lo entendió.
Ella había sido un instante. Uno que jamás podría volver a tocar.
Pero no era una ilusión.
Porque hay amores que se llevan la piel pero dejan raíces en los huesos: crecen en los reflejos de los charcos, en el eco de las risas sin dueño, en la memoria que late donde el tiempo no llega.
Miró al cielo, y por primera vez en años, sonrió.
No porque la hubiera encontrado, sino porque supo que nunca la había perdido.
Ella estaba allí. En cada tarde de lluvia, en cada silueta borrosa en un cristal, en cada latido que aún la llamaba en silencio.
Y eso, de algún modo, era suficiente.
Pero, en el trasfondo, pareció oírse un leve eco de su risa—como si, allá en algún rincón del tiempo, ella siguiera danzando para siempre.

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