La luz del atardecer filtraba su última calidez por la ventana, tiñendo la mesa de madera con reflejos ámbar. En sus grietas dormía el peso de incontables tardes compartidas. Sobre la superficie, dos manos entrelazadas, surcadas por los años, aún inseparables.
Emilio alzó la vista del café humeante.
—¿Sabes? Siempre pensé que los días más felices eran eternos —dijo, con la voz cubierta de una ternura que solo el tiempo puede esculpir.
Clara lo miró con esa expresión suya, la que hablaba más que cualquier palabra. No era incredulidad, era certeza vestida de cariño.
—Y lo fueron —respondió, con la cadencia de quien ha aprendido que la felicidad no es algo que se atrapa, sino algo que se recuerda.
El viento murmuró entre los árboles del jardín. Afuera, el mundo seguía su rutina incansable, ajeno al milagro cotidiano de dos personas que aún sabían sostenerse la mirada sin prisas.
—¿Recuerdas aquel verano junto al lago? —preguntó ella, removiendo su café con lentitud.
Emilio sonrió. Cómo olvidar lo que está grabado en la piel.
—Los atardeceres parecían pintados con vino tinto… Siempre creí que el cielo nos daba un color especial, como si supiera que estábamos allí.
Clara apoyó la mejilla en su mano, observándolo con la paciencia de quien ha visto todas sus versiones, y aun así, se ha quedado.
—Éramos dos chiquillos sin miedo al tiempo.
—El tiempo no existía entonces —dijo él, con una risa breve—. No sabíamos que un día estaríamos aquí, recordándolo.
Ella alzó la taza y sopló suavemente, como si su aliento pudiera devolverle el calor al café, como si pudiera, por un instante, detener lo inevitable.
—Tal vez lo sabíamos —susurró—, pero nos gustaba fingir que no.
El reloj en la pared marcó una hora irrelevante. Para ellos, los años no eran números, sino paréntesis de amor entre estaciones.
Clara entrelazó sus dedos con los de Emilio. Las manos cambiaron, pero el gesto era el mismo de siempre.
—¿Sabes qué fue lo más hermoso? —preguntó él.
—Dímelo tú.
—Que a pesar de los inviernos, de las distancias, de los silencios… nunca dejamos de elegirnos.
Clara cerró los ojos. Nunca lo hicieron.
La tarde se apagaba lentamente, y el café en sus tazas había perdido su tibieza, pero no su aroma.
Emilio miró la mesa, las grietas en la madera, los rastros de vida en cada muesca.
—¿Crees que en otro lugar, en otro tiempo… todavía seguimos juntos?
Clara sonrió, deslizando el pulgar sobre el dorso de su mano, como si pudiera borrar las dudas con una caricia.
—No sé si en otro tiempo —susurró—. Pero sí en cada recuerdo.
La última luz del día bañó sus rostros. En la penumbra de la casa, solo quedaban ellos y el amor que el tiempo nunca logró vencer.
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