I. El peso del tiempo
Antes de él, solo el vacío.
Los años caían sobre Eridna como arena en una clepsidra rota: no fluían, la sepultaban. En el espejo, la imagen que le devolvía parecía un rostro ajeno, una sombra con su nombre.
Las noches eran largas. A veces soñaba con otro mundo, uno donde el amor no fuera eco sino voz, un faro en la tormenta.
Pero el horizonte seguía oscuro.
Hasta esa tarde.
II. El encuentro
El viento traía sal y canciones sin letra cuando lo vio.
Adriel estaba en el muelle, la camisa ondeando con la brisa, un libro entre las manos. No lo leía. Sus dedos jugueteaban con la cubierta, dudando entre abrirlo o dejar que el viento lo arrebatara.
Cuando sus miradas se cruzaron, sintió un vuelco en el pecho, como si ya se conocieran.
—Deberías leerlo —dijo él, alzando el libro—. Lo encontré en una librería de viejo. Todavía huele a tinta antigua, como si las palabras se resistieran a desvanecerse. En la primera página hay una dedicatoria escrita con trazos que el tiempo ha ido difuminando.
—¿Y qué dice?
Adriel sonrió, como si probara en la boca el sabor de una coincidencia.
—"Para quien lo encuentre cuando lo necesite."
Eridna pasó los dedos por el lomo del libro, notando la aspereza del cartón gastado.
—¿Por qué estabas en esa librería?
Adriel miró el mar, como si en la respuesta hubiera algo demasiado grande para ser dicho en voz alta.
—Porque a veces las historias se quedan incompletas. Mi abuelo tenía este libro. Me hablaba de una mujer que siempre esperaba en el muelle, aunque no supiera qué esperaba… Tal vez ella tampoco quería encontrar lo que buscaba. A veces pienso que el destino es solo una excusa para quienes temen elegir.
Y en el aire flotó una pregunta que ninguno se atrevió a formular: ¿Era el libro el que los había encontrado a ellos?
III. Sombras del pasado
El sol descendía sobre el muelle. Las palabras fluían entre ellos con la cadencia de las olas.
—Es curioso —dijo él, con una risa breve—. Siento que ya habíamos hablado antes.
Eridna ladeó la cabeza.
—¿Cómo?
—No sé explicarlo. En mis noches más solitarias, había alguien. No veía su rostro, pero ahora tengo la sensación de que eras tú.
Ella exhaló un suspiro casi inaudible.
—También lo he sentido.
El silencio que siguió no era incómodo, sino denso de significados aún sin descubrir.
El mar oscurecía. El sonido de las olas se entremezcló con el eco de un recuerdo lejano. Una parte de ella quería seguir caminando sola. Él era un eco demasiado familiar, y los ecos, como los recuerdos, podían ser trampas.
—Si esto es tan extraño —dijo ella—, ¿por qué no seguimos cada uno su camino?
Adriel se mojó los labios, como si saboreara cada palabra antes de soltarla.
—Porque aún no hemos terminado de hablar.
Y Eridna, que siempre había sido precavida, sintió por primera vez que no quería marcharse.
IV. El océano y la tormenta
No hubo despedida esa noche.
Las olas mordían la arena con hambre eterna. El viento silbaba un idioma antiguo, como si el mar susurrara la historia de todos los que alguna vez se encontraron bajo su manto.
Adriel le tendió la mano.
—No tienes que hacerlo si no quieres —dijo, sin apremio.
Ella dudó. No por miedo, sino porque nunca antes se había permitido elegir sin calcular las consecuencias.
Al final, en lugar de responder, se ajustó un arete con dedos temblorosos y subió a la barca.
Remaron mar adentro, y él le habló de cartas que llegaban a sus destinatarios en el momento preciso, de viajeros sin mapas, de libros que encontraban a quienes los necesitaban.
Entonces, el cielo cambió.
Un trueno rasgó el horizonte y el mar, antes un aliado, rugió con furia.
La lluvia cayó en gotas gruesas y frías. Eridna se aferró al borde de la barca, su cuerpo oscilando con la marea.
—Tal vez deberíamos volver —dijo, con el corazón martillándole el pecho.
Adriel la observó con calma, aunque esta vez su mirada no era serena, sino expectante.
—Si volvemos ahora, nunca sabremos qué habría pasado.
La tormenta rugía. Y, en ese instante, Eridna entendió.
Siempre había temido hundirse, nunca intentó flotar.
Y entonces rió. No por valentía, sino porque había algo absurdo en descubrir el miedo solo cuando estaba dispuesta a desafiarlo.
Adriel la miró sorprendido. Luego rió también.
Cuando la lluvia se disipó y el mar se calmó, remaron de vuelta al muelle.
Pero al pisar la madera húmeda, Adriel no dijo adiós.
Solo la miró, como si ya supiera lo que ella aún no entendía.
No hubo promesas. No hubo certezas.
Solo el eco de una historia que aún no había terminado.
V. Epílogo – El eco del viento
Eridna regresó a la librería.
El viejo librero la recibió con una media sonrisa.
—¿Encontraste lo que buscabas? —preguntó, sin levantar la vista de su libro.
Ella deslizó el ejemplar sobre el mostrador.
—No lo sé. Pero creo que alguien más lo necesitará.
Tomó un bolígrafo y escribió en la primera página:
"Para quien lo encuentre cuando lo necesite… y se atreva a seguir el viento."
Cerró el libro, sintiendo por primera vez que el peso de los años no caía sobre ella.
Esta vez, fluían.
El librero levantó la vista. Sus ojos tenían la misma calma expectante que los de Adriel.
—¿Y ahora?
Eridna sonrió, sujetando el pomo de la puerta. Por primera vez, no tenía miedo de lo desconocido.
—Ahora… veremos qué sigue.
El viento se filtró por la entrada cuando salió, arrastrando el sonido del mar y el aroma de la sal.
Detrás del mostrador, el librero tomó el libro y lo colocó en el estante de los destinos inciertos.
Aguardando.
Como si supiera que pronto alguien más lo encontraría.
El viento, ahora, cantaba su nombre.
Ecos En La Brisa
Te busqué en todos los otoños,
en cada brisa que susurraba tu nombre en el muelle,
en los espejos del agua, donde solo hallaba mi sombra rota.
Eras el eco de un nombre jamás pronunciado,
un rostro sin tiempo
que mis manos dibujaban en la niebla
sin saber que el viento lo arrancaría.
Y cuando al fin llegaste,
con tu voz de madrugada y tus manos de océano,
supe que todo el silencio había sido un preludio.
Supe que la ausencia también escribe su propia canción.
Contigo aprendí la certeza de lo eterno,
el latido que no teme su propio fin,
las madrugadas donde el mundo calla
y solo dos almas conversan en la penumbra.
Pero todo lo que brilla tiene su sombra,
y el amor,
el amor es un latido al borde del abismo.
Ahora, solo quedan tus huellas en la lluvia,
la tinta de tu risa desdibujada en mi memoria,
y el vacío que aún me mira
desde el rincón de la cama
donde solías quedarte dormida
soñando con mundos que nunca conoceré.
Tal vez te fuiste con el último acorde de aquella canción,
tal vez fuiste solo un sueño que olvidó despertar.
Pero si cierro los ojos,
aún puedo sentir tu respiración en la brisa.
Y en cada ocaso que incendia el horizonte,
sé que sigues ahí,
como el último reflejo del sol en el agua,
donde el tiempo no nos alcanza,
donde el alma,
al fin, encuentra su reflejo.
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Locución generada por IA, pero por una muy especial. Dale al play DESPUÉS de leer el artículo o relato y escucharás un análisis bastante peculiar, y no realizado por mí precisamente (ni en contenido ni forma). He aquí el vivo ejemplo de lo que la IA ya está haciendo a día de hoy…
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