—¿Usted… otra vez aquí? ¿No se cansa de rondar como un espectro? —La voz de Elvira, áspera, quebradiza, cortó el aire espeso de la habitación. La luz del pasillo dibujaba la silueta del hombre en el umbral.
Antonio suspiró, apenas audible. En sus manos, una bandeja humeante. El olor familiar del estofado –su estofado– le golpeó, pero ella lo percibió como algo ajeno, invasivo. —¿Cómo te encuentras, Elvira? ¿Necesitas algo más?
Ella apartó la cara. Ese tono solícito, esa presencia constante… la irritaban profundamente. ¿Quién era ese hombre empeñado en cuidarla con una familiaridad que ella no reconocía, que le erizaba la piel? El amor, el verdadero, el que ella recordaba –¿o acaso lo soñó?– era otra cosa: un vendaval, una entrega total, una admiración que te hacía pedazos y te reconstruía. No esta rutina gris, esta amabilidad opaca. Se sentía perdida, desconectada de sí misma, como si flotara en una niebla persistente.
A veces, flashes confusos emergían de la bruma: una risa compartida, el calor de una mano entrelazada con la suya… pero se disolvían antes de tomar forma, dejando solo un eco de angustia. Y la fábula. La vieja historia de su aldea sobre las mujeres olvidadas que vagaban por bosques umbríos, espectros tejidos de anhelo y frío. Ahora, esa fábula le parecía terriblemente personal. Temía convertirse en eso, no por falta de marido, sino por esta incapacidad de recordar, de sentir lo que alguna vez fue suyo.
Los días se habían vuelto inciertos desde que la fiebre la atrapó, robándole no solo la fuerza, sino también los contornos de su propia vida. Este hombre… Antonio… insistía en estar ahí, su rostro a veces familiar, a veces amenazante en las distorsiones que le provocaba la enfermedad. Sus cuidados, que una parte olvidada de ella quizás anhelaba, ahora se sentían como una agresión. Su voz, antaño música, resonaba con un eco perturbador en los silencios de su mente febril. ¿Era él… o una sombra de la fábula, una presencia amenazante? El miedo se enroscaba en su vientre, helado y reptante.
El despertar fue como emerger del fondo de un lago helado. Lento, doloroso. La niebla en su cabeza comenzó a retroceder, no de golpe, sino jirones, permitiendo que la luz –una luz suave, real– recompusiera la habitación. El zumbido había muerto. Y a su lado, en el sillón, la figura velaba. Sostenía su mano. Un torrente de emociones confusas la sacudió. Miedo, sí, pero también un anhelo desgarrador, una familiaridad que dolía.
Enfocó la mirada, con el corazón latiendo desbocado.
Era Antonio.
Su Antonio. El rostro amado, sí, pero devastado por la vigilia. Profundas ojeras sombreaban sus ojos, ahora fijos en ella con una mezcla de alivio y dolor acumulado. Había líneas de tensión en su frente que ella no recordaba. La mano que sostenía la suya era firme, cálida, pero sintió un levísimo temblor en sus dedos, el testigo mudo de noches sin dormir, de miedo contenido.
Y recordó.
No como un rayo, sino como una marea lenta que devuelve los restos de un naufragio a la orilla. La enfermedad. Los meses perdidos en esa dimensión quebrada donde su mente, febril y asustada, había convertido el amor de su vida en un espectro amenazante. Donde había olvidado décadas de risas compartidas, de discusiones triviales, de silencios cómplices. Donde había olvidado el ancla que él siempre había sido.
Él no era la fábula; era el faro que la había esperado en la orilla de su delirio. El amor constante, paciente, el que no necesitaba fuegos artificiales porque ardía con la llama serena de la devoción diaria. El que había soportado su rechazo, su confusión, su olvido, sin dejar de sostenerle la mano.
Las lágrimas llegaron, calientes, un diluvio que arrastraba meses de angustia y años de amor redescubierto. Lloró por él, por el dolor que adivinaba en las sombras de sus ojos. Lloró por ella, por el tiempo robado, por la crueldad de una mente que le había hecho repudiar lo más querido. Lloró por ambos, por la fragilidad de la memoria y la fortaleza inquebrantable de un vínculo que ni la fiebre más oscura había podido romper.
El amor verdadero no era un ideal lejano; era ese hombre agotado a su lado, cuya simple presencia era la más elocuente declaración. El verdadero espectro no vagaba por ningún bosque; había habitado en su propio corazón… negándose a ver la luz sencilla y cálida que tenía delante. Apretó su mano, un gesto que era perdón, gratitud y un nuevo comienzo. Y en la habitación silenciosa, donde la luz por fin parecía real, sintió que la más alta poesía no residía en las tormentas soñadas, sino en la música callada de una mano que, a pesar de todo, nunca la soltó, en la esperanza tejida con los hilos resistentes del amor que perdura.
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