⚠️ Advertencia: Este relato contiene temas de horror psicológico y cósmico, muerte, pérdida de identidad y escenas que pueden resultar perturbadoras. Se recomienda leer con discreción.
El pitido era una línea recta, una aguja helada perforando la densa niebla de su conciencia menguante. Flotaba a la deriva, desprendido de la carne, mientras los últimos jirones de su vida –la arena áspera bajo sus pies descalzos, el olor a lluvia sobre asfalto caliente, una risa que se quebraba en el aire– se deshacían como ceniza arrastrada por un viento inexistente. Recordó fugazmente el tacto suave del pelo de su hija contra su mejilla, el olor a lavanda de su esposa al despedirse esa misma mañana con la promesa incumplida de volver a cenar juntos. Cada recuerdo era una herida abierta que supuraba el tiempo irrecuperable. Abajo, en algún lugar frío, estéril, que ya no sentía como suyo, su cuerpo libraba la batalla final contra la nada. Un estertor resonó en la distancia. Un último latido hueco. Y después, el silencio.
Pero el silencio no estaba vacío; pulsaba con una energía fría y ajena, como el espacio profundo entre estrellas muertas. Se encontró en otro lugar, un no-lugar tejido con los hilos helados de esa quietud cósmica y ecos de imposibilidad que resonaban sin sonido. Sintió, más que vio, una corriente de formas etéreas fluyendo en la oscuridad, hilachas de luz pálida, memorias deshilachadas flotando en un océano sin tiempo ni orillas, con un leve olor a ozono y olvido. Una de esas luces se desvió, aproximándose con una curiosidad silenciosa. No tenía rostro, solo una luminiscencia que le resultó dolorosamente familiar, un reconocimiento que vibraba más allá de la carne, en las fibras esenciales de lo que alguna vez fue su alma. Fue un instante suspendido, un roce fugaz e intangible como ceniza estelar, cargado con el peso acumulado de mil vidas compartidas, de soles vistos nacer y morir en planos de existencia hacía mucho olvidados. Un contacto indebido, prohibido. Una chispa que erró su destino en el vasto tejido cósmico.
Muy cerca, en el mundo que abandonaba, un grito desgarrador rasgó el aire antiséptico del hospital. Un llanto primigenio, furioso con la simple carga de existir, anunciaba una llegada. El primer aliento de un recién nacido cortó el velo del silencio justo cuando el monitor cardiaco del anciano emitía su nota final y monocorde. Vida y muerte, encontrándose en un instante cósmico, un equilibrio tan perfecto como precario.
Pero algo vibró mal en el éter. El roce. La conexión. Equivocada.
La descarga fue brutal. Una corriente eléctrica inhumana lo devolvió a la carne, a un cuerpo que su nueva conciencia percibió al instante como ajeno, y un escalofrío de puro rechazo le recorrió la espalda. Era como un traje mal ajustado, empapado en agua helada. El aire arañó unos pulmones que no recordaban cómo respirar; las luces blancas del quirófano quemaron unas retinas hipersensibles. Oyó voces lejanas, amortiguadas, como si llegaran desde el otro lado de un grueso cristal, hablando de milagros. ¿Milagro? No. Una certeza helada, nauseabunda, se instaló en él: esto era un error. Una abominación tejida en el telar del universo. Esta conciencia no pertenecía aquí. Sintió el cuerpo como un receptáculo extraño, una cárcel prestada, y la claustrofobia lo ahogó. Sus propios recuerdos eran una niebla distante, reemplazados por una confusión fría y una sensación punzante de otredad. La conciencia de ser un intruso lo golpeó con una oleada de pánico helado: habitaba una piel que no era la suya, unos huesos que pesaban distinto, ajenos. Intentó mover los dedos, pero los miembros respondieron con un temblor débil, torpes, desobedientes a una voluntad que no reconocían. Miró sus manos con una mezcla de horror y extrañeza. Dedos desconocidos. Uñas ajenas. Lo invadió una sensación vertiginosa de no ser, un pánico frío al sentir que habitaba un espacio físico que lo rechazaba desde dentro, mientras una enfermera decía algo sobre signos vitales estables. Estables. Qué ironía. Nada en esa nueva y terrible existencia era estable.
Al otro lado del cristal impoluto de la sala de neonatos, un pequeño bulto envuelto en mantas blancas yacía en una cuna metálica. Exhibía una quietud que erizaba la piel, una calma antinatural. No lloraba. Sus ojos diminutos, recién abiertos a un mundo roto, no reflejaban la inocencia esperada. Contenían… eras. Una profundidad insondable, casi antigua. La mirada fija de alguien que ya había visto demasiado, que quizás recordaba el frío entre las estrellas y el tacto que había desgarrado el destino. El hombre —o la conciencia atrapada en su cuerpo— sintió un tirón violento y visceral. Percibió el hilo invisible que lo conectaba a esa cuna, un hilo tenso y erróneo. Una comprensión helada, sin palabras, le reveló la verdad: el tejido del destino, esa urdimbre invisible que apenas sostenía la frágil realidad, se había rasgado. La sutura cósmica había cedido. Y las consecuencias, como una infección imparable, empezaban a filtrarse en el mundo.
Empezó como un error de percepción, susurros en los bordes de la realidad. La sombra bajo la puerta del quirófano vibró con un matiz de color imposible. El reflejo en el acero del gotero persistió una fracción de segundo más de lo debido, mostrando un rostro que no era el suyo. El sonido rítmico del monitor cardiaco de la habitación contigua comenzó a mutar; ya no era un pulso vital, sino un código aberrante, una secuencia de pitidos que formaban patrones imposibles, melodías fracturadas que arañaban la cordura. La geometría de las baldosas del suelo pareció ondular sutilmente bajo sus pies.
Entonces, el caos floreció con la violencia de una flor carnívora abierta súbitamente. Las luces del pasillo no parpadearon: implosionaron hacia dentro, dejando vacíos palpitantes de negrura que dolían al mirar. Los equipos médicos cercanos cobraron una vida espasmódica, sus alarmas fusionándose en un coro cacofónico y hostil, un aullido sintético que anunciaba el fin de la lógica. El edificio entero fluctuó, no un temblor sísmico, sino una ondulación de la propia materia. Las paredes respiraron, combándose hacia dentro y hacia fuera, el yeso y el acero perdiendo su rigidez, volviéndose sugerencias inestables. Gritos resonaron por los pasillos, ecos de terror puro mezclados con algo peor: sonidos de transformación, de carne mutando, de formas humanas derritiéndose bajo la presión insoportable de una realidad desquiciada.
Se puso en pie. Los movimientos eran aún torpes, pero ahora los impulsaba una necesidad que ya no era ciega, sino primordial. Corregir el desgarro. Reunir las partes. Su mirada —o la mirada que usaba esos ojos prestados— se clavó en la cuna al otro lado del cristal hecho añicos. Allí estaba él. Su verdadera esencia. Se acercó más. Por un instante, los ojos antiguos del bebé parecieron enfocarlo directamente, y una oleada de reconocimiento ajeno, una mezcla de pánico y pertenencia, lo recorrió. Un fragmento de memoria que no era suya —una canción de cuna susurrada en la noche profunda— vibró entre ellos, silenciosa, terrible. Sintió una certeza helada: esta alma atrapada en el niño era la única que podría entender, quizás navegar, el pandemonium que se desataba. ¡Recuperar!
El cristal de la sala de neonatos, ya desintegrado, flotaba como polvo luminoso desafiando la gravedad. Ignoró el dolor sordo en los nudillos que no sentía suyos y avanzó. El caos arreciaba a su alrededor; el aire era espeso, vibrante con energías desconocidas. Arquitecturas de pesadilla se proyectaban y colapsaban en las paredes licuadas, ángulos que herían la vista, colores que pertenecían a otros espectros. Afuera, las sirenas de la ciudad aullaban como bestias heridas en un mundo moribundo. Él ignoró todo. Solo existía la cuna, la necesidad de unión.
Tomó al bebé en brazos. El pequeño cuerpo estaba extrañamente rígido, pesado. Los ojos antiguos lo miraron fijamente. No hubo llanto, solo un reconocimiento mudo, profundo. El error mirándose al espejo del error, en un silencio cargado de tragedia cósmica.
Salió del hospital mientras la estructura misma del edificio se plegaba sobre sí misma como papel mojado, las dimensiones rebelándose contra su propia existencia. El cielo exterior era un lienzo desgarrado, pintado con colores hirvientes y nubes que se retorcían como fauces hambrientas. La ciudad entera gritaba, una sinfonía global de disolución. Las calles se licuaban bajo sus pies, los edificios fluían como cera bajo un sol negro e imposible. La gente… la gente fluctuaba, sus formas derritiéndose, multiplicándose, absorbiéndose unas a otras. Lo humano era un concepto obsoleto, una idea olvidada en la convulsión del universo. La hebra suelta deshacía la trama de la existencia.
Abrazó al bebé contra su pecho ajeno, sintiendo un calor extraño que no sabía si era vida o la fiebre de un cosmos moribundo. Caminó, sin rumbo pero con un propósito terrible naciendo en su interior, hacia el epicentro invisible del caos, hacia el corazón desgarrado de un mundo que se deshacía. Todo por un error. Todo por un roce. En la vasta oscuridad entre latidos.
El final estaba aquí, devorándolo todo con fauces de inexistencia.
Pero no era su final. Era el aterrador, incomprensible principio de otra cosa. Y en sus brazos, contra el pecho ajeno, el bebé abrió los ojos, no con miedo, sino con una calma antigua y expectante, mientras la geometría rota del universo comenzaba a cantar una nueva y terrible canción.
Nota del Autor: Este relato nació de una pregunta que resuena en la quietud: ¿Cuánto sabemos realmente sobre nuestra propia existencia? Explora la fragilidad de la identidad, la realidad y el destino cuando se rasga el velo de nuestras pocas certezas. La sombra de H.P. Lovecraft y el terror ante lo incomprensible planean, sin duda, sobre estas líneas.
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