Nota: Os dejo un relato que formará parte de mi próximo libro, "Donde la magia toca el corazón". Lo estoy rematando entre teclas, cafés… y alguna herida que se resiste a borrarse. Ojalá os roce.
En el pequeño taller de Meraya, el perfume a hierro y secretos secos de la tinta antigua se entrelazaba con la persistente y dulzona melancolía del lugar. Flotaba en el aire como un testigo silencioso, un recordatorio constante del oficio que la había elegido tanto como ella a él, un pacto sellado con pigmentos y penas. Las paredes, revestidas de estanterías que gemían bajo el peso de pergaminos enrollados como mapas de vidas olvidadas y frascos de vidrio oscuro conteniendo pigmentos exóticos –lágrimas de fénix cristalizadas, polvo de estrellas caídas, suspiros petrificados–, parecían absorber la luz tenue que se filtraba por la única ventana, una luz pálida, casi líquida, de un sol perpetuamente otoñal. Aquí, entre el susurro del papel verjurado –áspero como piel vieja– y el rasgueo rítmico de su pluma sobre la fibra, Meraya tejía y destejía los hilos del recuerdo ajeno.
Era calígrafa, pero su arte era una forma antigua y peligrosa de cirugía del alma. Trascendía la mera estética de las letras; su tinta, destilada con alquimia prohibida a partir de la esencia misma de las emociones perdidas, poseía el poder arcano de reescribir el pasado en el corazón de quienes acudían a ella, desesperados. Con cada trazo delicado, con cada arabesco elegante que emergía de la punta de su pluma de cuervo –negra como un ala de noche–, Meraya borraba el dolor, extirpaba las espinas dentadas de la memoria, dejando tras de sí un lienzo emocional limpio, aunque a veces inquietantemente, peligrosamente, vacío. Un páramo donde antes hubo un jardín, quizás marchito, pero jardín al fin y al cabo.
La puerta del taller crujió suavemente, un quejido de madera vieja que anunció una nueva alma en busca de olvido. Meraya levantó la vista de un encargo particularmente espinoso –una carta destinada a borrar el rostro y el nombre de un traidor del corazón sangrante de una amante despechada– y observó al recién llegado. Era un hombre joven, de hombros caídos bajo el peso de una pena invisible, sus ojos grises como un mar invernal antes de la tormenta. Sostenía un sobre arrugado con manos que temblaban visiblemente, un gesto universal de fragilidad ante el abismo del sufrimiento. Se detuvo en el umbral, como si cruzarlo requiriera una fuerza que ya no poseía.
—Dicen… dicen que usted puede ayudar —murmuró, la voz un hilo deshilachado, apenas audible sobre el latido sordo de su propia angustia, que parecía llenar la quietud expectante del taller.
Meraya asintió, un gesto lento, casi imperceptible, cargado con el peso de incontables historias similares. No necesitaba preguntar. El dolor del hombre era un libro abierto sobre su rostro pálido, una historia de pérdida reciente escrita con la tinta invisible de la desesperación.
—Siéntese —dijo ella, su propia voz un murmullo bajo, afinado por la costumbre y la empatía forzada, señalando una silla de madera desgastada frente a su escritorio—. Cuénteme qué recuerdo desea que el viento, o mi tinta, se lleve para siempre.
Él avanzó con pasos vacilantes, sus ojos grises recorriendo los frascos alineados –cada uno un veneno o un bálsamo potencial–, las plumas ordenadas como instrumentos quirúrgicos, como si buscara una prueba tangible de la magia oscura y esperanzadora que se rumoreaba habitaba allí. Finalmente, dejó el sobre sobre la mesa de roble manchada de tinta y extrajo una fotografía doblada, los pliegues marcados como cicatrices en el papel. Una mujer sonreía desde la imagen gastada, su rostro iluminado por una felicidad tan radiante que ahora parecía una cruel ironía, una burla del destino.
—Ella… Lena… se ha ido —susurró él, la voz quebrada al pronunciar el nombre, un ancla que aún lo aferraba al dolor—. Y yo… no puedo… no puedo seguir viendo su sonrisa en cada rincón de la casa vacía, escuchando el eco de su risa en el silencio ensordecedor. Es un fantasma que me está matando lentamente, sorbo a sorbo. Quiero… necesito olvidarla. Al menos este dolor. Este recuerdo constante que me ahoga.
—Sus manos se cerraron en puños sobre su regazo, una tensión contenida que contradecía la fragilidad de su voz.
Meraya tomó la fotografía con una delicadeza casi reverencial. Observó el rostro luminoso de Lena, sintiendo la vibración residual de la alegría capturada en ese instante congelado, y la sombra oscura, helada, de la pérdida que ahora envolvía al hombre frente a ella. Comprendía ese dolor. Demasiado bien. Vibraba en sus propios huesos, una melodía fúnebre que nunca cesaba del todo.
—El olvido tiene un precio, siempre —advirtió suavemente, su mirada encontrando la del joven, intentando traspasar la niebla de su desesperación—. Borrar el dolor a menudo significa arrancar también la raíz de la alegría que lo precedió. Es cortar el hilo completo. ¿Está seguro de que es eso lo que desea? A veces, las cicatrices, aunque duelan al rozarlas, nos recuerdan que vivimos, que amamos, que algo valió la pena sentir, incluso si ahora quema.
Él asintió con una vehemencia desesperada, las lágrimas finalmente rompiendo la contención, rodando por sus mejillas como gotas de lluvia sucia sobre un cristal. —No puedo soportarlo más. Cada despertar es una tortura. Prefiero el vacío a este tormento constante. Por favor. Haga que pare.
Meraya suspiró, un sonido apenas audible, como el roce de alas secas contra un cristal. Cogió su pluma más oscura, la tallada en hueso de sombra, la sumergió con precisión en un tintero de obsidiana líquida –la tinta del Leteo, la más potente, la más peligrosa, la que borraba incluso las raíces más profundas y enredadas del recuerdo– y desplegó un pergamino virgen, cuya superficie parecía absorber la poca luz del taller.
—Dígame su nombre. El nombre que quiere que se disuelva en la nada.
Mientras el joven pronunciaba el nombre de Lena, un último réquiem tembloroso, Meraya comenzó a escribir. No palabras, no letras reconocibles, sino símbolos intrincados, glifos arcanos que danzaban sobre el papel como estrellas negras naciendo y muriendo en un firmamento privado. Cada trazo era una extracción delicada pero brutal, un corte preciso en el tejido neuronal de la memoria del hombre. Sentía la resistencia feroz del recuerdo, la fuerza obstinada del amor que se negaba a desaparecer, pero su voluntad, afilada por años de práctica y por su propia carga de dolor contenido, era más fuerte. O al menos, tenía que serlo para él.
La tinta brillaba con una luz oscura, casi devoradora, sobre el pergamino, absorbiendo la esencia del nombre –Lena–, la imagen de su sonrisa, el sonido de su risa, la calidez de su tacto perdido. El aire del taller se espesó visiblemente, cargado de una energía palpable, eléctrica, mientras el pasado del joven se deshacía, letra a letra, símbolo a símbolo, como un tapiz deshilachado por manos invisibles. Cuando terminó, la pluma pareció pesar una tonelada en su mano. Dobló cuidadosamente el pergamino, ahora extrañamente pesado, lo selló con cera negra como la noche sin estrellas y se lo entregó al hombre.
—Guárdelo. No lo abra nunca. Mientras permanezca sellado, el olvido perdurará. Si alguna vez el sello se rompe… el recuerdo volverá, quizás con más fuerza, como una bestia liberada de su jaula.
El joven tomó el pergamino con manos que ya no temblaban. Su rostro había cambiado de una forma sutil pero estremecedora. La angustia había desaparecido, sí, pero había sido reemplazada por una expresión de calma vacía, una serenidad desprovista de vida, casi inhumana. Sus ojos, antes mares grises de tormenta, ahora eran lagos helados, sin profundidad, sin reflejo. Un paisaje lunar.
—Gracias —dijo, su voz ahora monótona, desprovista de cualquier inflexión emocional. Se levantó, dejó unas monedas sobre la mesa –un pago irrisorio por la amputación de un alma– y salió del taller sin mirar atrás, sin un gesto de duda, como si nunca hubiera estado allí, como si la mujer llamada Lena nunca hubiera existido en su universo personal.
Meraya observó su partida con una mezcla compleja de satisfacción profesional y una profunda, punzante, tristeza personal. Otro corazón remendado con el hilo quirúrgico del olvido. Otro cliente satisfecho que se llevaba un pedazo invisible de su propia alma sin saberlo. Porque cada recuerdo que borraba, cada dolor que extirpaba, dejaba un eco residual en ella, una vibración fantasma, una resonancia simpática que se sumaba a su propia carga insoportable. Era el peaje silencioso de su arte.
Una vez sola, la quietud del taller se volvió opresiva, un sudario tejido de sombras y silencios expectantes. El olor a tinta y melancolía pareció intensificarse, aferrándose a ella como una segunda piel húmeda y fría. Se acercó a la ventana, observando la calle adoquinada donde la figura indiferente del joven ya se había perdido entre la multitud anónima. El sol poniente teñía los tejados de un naranja sanguinolento, un presagio silencioso de la noche que se acercaba, la hora de los fantasmas propios.
Fue entonces, en la soledad recobrada, cuando los suyos la asaltaron. Sin piedad. Sus propios recuerdos, aquellos que ninguna tinta podía borrar, ninguna pluma podía extirpar, ninguna magia podía alcanzar. Emergieron de las sombras de su mente como espectros insistentes, trayendo consigo el rostro –tan dolorosamente nítido, tan insoportablemente amado– de Erevan.
Erevan. Arquitecto de paisajes imposibles y de su corazón en ruinas. Su antiguo amante. El constructor de sus alegrías más intensas, solares, y el artífice de sus dolores más profundos, abisales. El hombre cuya risa grave aún resonaba en sus oídos como una música perdida, cuya ausencia era una herida abierta que supuraba constantemente en el centro mismo de su ser. Habían compartido un amor que desafiaba las convenciones, las leyes, quizás incluso el tiempo; un vínculo tejido con hilos de pasión incandescente y secretos compartidos bajo lunas cómplices en ciudades olvidadas. Él había sido su ancla en la tormenta y la tormenta misma, su refugio seguro y su perdición inevitable.
Recordó. El tacto áspero y cálido de sus manos trazando constelaciones imaginarias sobre su piel desnuda en la oscuridad de una noche robada, susurrándole promesas de eternidad –promesas que ambos sabían imposibles, pero que necesitaban creer– en mitad de la noche. El recuerdo era tan vívido que sintió un calor fantasma en su hombro. Recordó. Las discusiones feroces, nacidas de orgullos enfrentados y miedos inconfesados, las palabras afiladas que se lanzaban como dagas envenenadas, dejando cicatrices invisibles pero permanentes en el tejido de su confianza. Aún sentía el ardor de algunas de ellas en la memoria. Recordó. El olor a lluvia y tierra mojada la tarde que se encontraron por primera vez, un encuentro fortuito que reescribió sus destinos. El aroma pareció colarse por la ventana del taller por un instante. Recordó. La textura de su chaqueta de cuero bajo sus dedos, el sabor salado de sus lágrimas mezclándose con las de él en un beso desesperado, un adiós que sabía a ceniza y mar. Recordó. El día de la partida, la elección imposible –suya, de él, de ambos, del destino– que los había separado, la fractura tectónica que había dejado sus mundos –y sus corazones– irrevocablemente rotos. El silencio que siguió a su marcha aún pesaba en la habitación.
El dolor la golpeó con la fuerza de una marea física, un impacto sordo que le robó el aire. Sintió el nudo apretado en su garganta, la opresión familiar en el pecho. Acudió a su propio escritorio, a sus propios tinteros repletos de olvido ajeno, buscando instintivamente la tinta, la fórmula, el símbolo que pudiera aliviar su propio tormento. Pero sabía, con una certeza amarga y antigua, que era inútil. Su magia, tan potente para los demás, era impotente contra las raíces profundas de su propio sufrimiento. Era una cruel paradoja de su don.
Había intentado escribir su propia carta de olvido innumerables veces, trazar los glifos oscuros que borrarían a Erevan de su memoria. Noches enteras con la pluma en la mano, temblando sobre el pergamino virgen. Pero cada vez que la punta tocaba el papel, una fuerza invisible, una resistencia inherente a su propia esencia, la detenía. Un muro infranqueable erigido por la naturaleza misma de su vínculo con él, o quizás por la naturaleza de su propio don. Estaba condenada a recordar, a llevar el peso aplastante de su amor perdido como un fantasma encadenado a su alma, arrastrando las cadenas por los pasillos silenciosos de su taller.
Se dejó caer en su silla, el rostro oculto entre las manos, un gesto de rendición que repetía casi cada noche. Las lágrimas silenciosas trazaron surcos limpios en el polvo de tinta acumulado en sus mejillas. ¿De qué servía su poder si no podía curar sus propias heridas? ¿De qué valía aliviar el dolor ajeno, ofrecer el bálsamo del olvido, si ella misma estaba atrapada en un ciclo interminable de recuerdo y angustia? Era una médica incapaz de sanarse, una cartógrafa perdida en su propio mapa emocional.
La ironía era un cuchillo frío y retorcido en sus entrañas. La calígrafa que borraba el pasado de los demás era prisionera irredimible del suyo propio. Un faro que guiaba a otros hacia la orilla segura del olvido mientras ella misma naufragaba perpetuamente en el océano tempestuoso de su memoria.
Esa noche, sin embargo, algo cambió. Quizás fue la mirada vacía del joven cliente, la serenidad aterradora de su olvido artificial. Quizás fue la intensidad del recuerdo de Erevan, más vívido, más punzante que nunca. O quizás fue simplemente el agotamiento, la rendición ante una batalla que nunca podría ganar. La decisión, larvada durante meses, quizás años, comenzó a tomar forma en su mente, una semilla de rebelión silenciosa contra su propio destino, contra la tiranía cruel de su don. La variante arriesgada. La que siempre había temido considerar siquiera.
¿Y si dejaba de luchar? ¿Y si, en lugar de buscar el olvido, abrazaba el dolor como la sombra inevitable de la luz? ¿Y si aceptaba que el amor por Erevan, con toda su gloria y su miseria, era parte inmutable de ella, una cicatriz que definía su paisaje emocional?
Era un pensamiento aterrador. Un salto al vacío. Significaba renunciar a la paz. Significaba vivir con el fantasma de Erevan, sentir su risa en cada silencio, ver su rostro en cada sombra. Significaba aceptar que el amor, incluso cuando duele hasta desgarrar, puede ser preferible a la nada anestesiada del olvido. Era elegir la herida abierta antes que la amputación.
Se levantó. Sus movimientos ya no eran los de una prisionera. Se acercó al cofre de madera oscura tallada. Dentro, las cartas que nunca escribió para sí misma. Y la brújula de latón. El único recuerdo físico de Erevan.
La tomó. Fría al tacto. Pero al sostenerla, un calor familiar la recorrió. La aguja tembló levemente, apuntando hacia él. Una conexión silenciosa. No. No lo borraría. No sacrificaría la memoria. El dolor era el precio. Y estaba dispuesta a pagarlo. Era su elección. Su desafío. Su forma de mantenerlo vivo, no como tormento, sino como parte esencial de su historia.
Guardó la brújula, pero dejó el cofre abierto. Un símbolo. Enfrentar el pasado. Integrar las sombras.
Volvió al escritorio. Sintió una extraña calma. Eligió una pluma diferente, punta de plata fina, la de las cartas de amor. Sumergió la punta en tinta dorada, la de los comienzos, la de la luz.
Desplegó un nuevo pergamino. Blanco. Expectante.
Y comenzó a escribir.
No para olvidar. Sino para recordar.
Para transformar el dolor. En arte. En comprensión. En la aceptación melancólica de que algunas historias, aunque terminadas, nunca dejan de resonar. Escribió sobre Erevan, su risa, sus manos, el vacío. Pero también escribió sobre la fuerza encontrada en la ausencia, sobre cómo el recuerdo del amor, incluso roto, puede ser un faro.
La tinta dorada brilló. No borrando, sino iluminando. Transformando el dolor íntimo en aceptación serena, casi hermosa en su tristeza. La luna llena, testigo silencioso, bañó el taller en plata.
El olor a tinta y melancolía cambió. Ya no era olvido forzado, sino memoria aceptada. Amor que perdura más allá del dolor. Tinta que, en lugar de borrar, cuenta la historia completa.
Meraya escribió hasta el amanecer. Su pluma trazando no el adiós definitivo, sino la promesa de un recuerdo que seguiría latiendo, vivo, en las páginas doradas de su corazón. Porque a veces, descubrió, la tinta más poderosa no es la que borra, sino la que elige recordar. La que convierte el eco del adiós en una canción eterna.
Y en la quietud luminosa del nuevo día, el taller ya no parecía una prisión. Era un santuario. Donde pasado y presente coexistían. Donde dolor y amor danzaban bajo la luz pálida de la aceptación. La tinta del adiós se había transformado, finalmente, en la tinta indeleble de la vida.
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