El bosque latía, un corazón antiguo bombeando vida silenciosa a través de raíces que horadaban la tierra y acariciaban los velos de otros planos. Kaelum inhalaba su esencia –musgo húmedo, tierra negra, el aroma resinoso del tiempo detenido– sintiéndola más allá de los pulmones, en el tuétano mismo de sus huesos. Cada hoja bajo sus botas gastadas era un susurro; cada silencio, una pausa cargada de significado. Guardián de aquel confín olvidado por los mapas, su vigilia no era para los ciervos ni contra los cazadores furtivos. Su alma estaba anclada al Árbol.
El Aliso Centinela dominaba el claro, menos árbol que monumento viviente, un eje cósmico disfrazado de madera. Su tronco, de una circunferencia desafiante, ascendía en una espiral de poder contenido hacia un cielo que parecía reverenciarlo. La corteza, de un gris argénteo que atrapaba la luz lunar como escarcha perpetua, vibraba. No era una simple vibración física, sino un murmullo subsónico, una frecuencia que Kaelum había aprendido a sentir en la sangre, el zumbido constante de una puerta entreabierta entre este mundo y el Otro Lado. Él era el cerrojo. El último guardián.
El juramento era una herencia pesada, una cadena invisible forjada por ancestros sin rostro. Vigilaba el nexo, conocía cada nudo como las líneas de su propia mano, cada liquen como una constelación privada. Pero bajo la disciplina del deber, latía una herida que no cicatrizaba, un nombre: Ysera. El nombre era viento entre las hojas, un sabor a ceniza dulce en su lengua, el fantasma de una risa quebrada por el tiempo pero no silenciada. Su amor había florecido bajo soles más jóvenes, en un mundo que creían sólido, inmutable. Pero la realidad, cruel y caprichosa, se la había llevado, dejándolo a él encadenado a este bosque, a este árbol, a una soledad que olía a eternidad vacía. ¿Había sido culpa suya? El pensamiento, como una espina, siempre volvía. ¿Pudo protegerla mejor?
Aquella tarde, la vibración del Aliso cambió. El murmullo familiar se tensó, convirtiéndose en un lamento contenido, una nota discordante en la sinfonía del bosque. Kaelum sintió la piel erizarse. Se acercó con cautela, la mano rozando el mango pulido de su cuchillo, un gesto reflejo ante lo desconocido. Apoyó la palma abierta contra la corteza luminiscente. La solidez esperada no estaba. Era como sumergir la mano en agua densa y fría, en una membrana fluctuante que separaba… ¿qué?
El susurro llegó entonces.
No transportado por el aire, sino brotando directamente en el centro de su cráneo. Una hebra de sonido femenino, perdido, buscando anclaje.
«…aelum…»
El corazón le dio un vuelco brutal, un puñetazo sordo tras las costillas. Apartó la mano, el contacto quemándole la piel. El aire chisporroteó, espeso, cargado de una energía ajena. Imposible. Nadie conocía este claro. Nadie debía.
El terror y una esperanza absurda, casi blasfema, lucharon en su interior. Volvió a tocar la corteza, los dedos temblando. La vibración se acopló a su pulso, y la voz, más nítida pero aún quebradiza como un recuerdo a punto de romperse, se filtró de nuevo.
«Ayúdame… por favor… Kaelum…»
Ella.
La palabra resonó, no como un nombre, sino como la llave que abría una cámara sellada de dolor y anhelo en su pecho. La cadencia inconfundible, la melodía rota de Ysera. Pero Ysera estaba muerta. La tierra fría guardaba sus huesos; su memoria, el único fantasma permitido.
—¿Ysera? —su voz fue un desgarro ronco en el silencio—. ¿De verdad… eres tú?
La corteza se calentó bajo su mano, un calor vivo, urgente. La respuesta llegó, empapada en una angustia que lo ahogó.
«Aquí… atrapada… en el tejido… entre mundos… El Árbol… me retiene… me consume…»
El mundo se inclinó bajo sus pies. Kaelum apoyó la frente contra el tronco, cerrando los ojos con fuerza, la mente hecha un torbellino. El Aliso. El nexo. La red. Capaz de atrapar no solo viajeros interplanares, sino ecos, fragmentos de alma perdidos en la transición. Ysera. Su Ysera. Varada. No un espectro. Un alma suspendida. Un eco consciente bajo la corteza.
—¿Cómo…? ¿Desde cuándo? —balbuceó, perdido.
«No sé… tiempo… duele… Kaelum, te siento… tu presencia… me ancla aquí…»
La voz vaciló, una llama amenazada por un viento invisible. Pánico helado atenazó a Kaelum. No. No otra vez. No la perdería de nuevo.
—Estoy aquí, Ysera. Aquí me quedo —prometió, aferrándose a la corteza como si su vida dependiera de ello, y quizás así era—. Te protegeré. Juro que esta vez te protegeré.
El viejo juramento a sus ancestros se retorció, adquiriendo un filo nuevo, personal, desesperado. Proteger el Aliso ya no era un deber abstracto. Era proteger el último fragmento de Ysera.
Su vigilia se transformó. Los días se fundieron en una única y febril guardia. Apenas comía, el sueño era un lujo que no podía permitirse. Hablaba con ella, horas y horas, su voz ronca contra la corteza. Aprendió a leer las fluctuaciones de su presencia, la intensidad de su voz etérea. Ysera le ofrecía retazos de su no-existencia: visiones caleidoscópicas de luz sin fuente, el peso opresivo de la nada, la soledad infinita de estar suspendida entre latidos de realidad. A veces, compartían fragmentos de su pasado común, destellos cálidos en la penumbra de su presente imposible. Cada recuerdo compartido era a la vez bálsamo y tortura.
Pero la presencia de Ysera no era la única vibración anómala. El Aliso era un faro, y su luz atraía. Kaelum comenzó a sentir otras presencias rozando los bordes del claro, energías frías, hambrientas, provenientes del Otro Lado. Aquel océano interplanar no era un remanso; era un abismo lleno de entidades parasitarias, depredadores de esencia.
La confirmación llegó una noche sin luna, cuando el aire se volvió gélido y el silencio del bosque se quebró por un crujido antinatural. La voz de Ysera se convirtió en un grito mental de puro terror, directo a la conciencia de Kaelum.
«¡Vienen! ¡Kaelum, me sienten! ¡Quieren… disolverme…!»
Una oscuridad viscosa rezumó del tronco del Aliso, coagulándose en formas inestables en la periferia. Susurros discordantes, como uñas rascando cristal, llenaron el aire. Kaelum desenvainó el cuchillo, su única arma terrenal contra horrores sin sustancia.
Se plantó frente al árbol, un escudo humano contra lo inimaginable. Las sombras presionaron, tentáculos de frío y vacío buscando a Ysera. Sintió su voluntad chocar contra la de ellas, una batalla silenciosa librada en un plano que apenas comprendía.
—¡NO LA TOCARÉIS! —su grito fue un rugido animal, cargado con la furia del amor y la desesperación.
Sintió un desgarro en el pecho, un dolor físico que lo hizo tambalearse, pero también una oleada de energía que fluía del árbol hacia él, y de él hacia el árbol. Sus raíces, pensó fugazmente, se hunden en mi carne. La voz de Ysera lo envolvió, fuerte, clara, resonando desde su interior.
«¡Kaelum!»
La oscuridad retrocedió, no derrotada, pero sí repelida por la fuerza inesperada de esa unión simbiótica. Kaelum cayó de rodillas, jadeando, el cuchillo olvidado. El claro quedó en silencio, pero la amenaza seguía allí, esperando al otro lado del velo. Volverían. Siempre volverían. Ysera seguía siendo vulnerable.
La comprensión lo golpeó con la frialdad del acero: protegerla desde fuera no bastaba. Debía encontrar otra forma.
Se sumergió en los pergaminos ancestrales, textos que olían a polvo y a secretos peligrosos. Hablaban del Aliso no solo como puerta, sino como conciencia. De rituales olvidados que permitían a un guardián trascender la carne, fusionarse con el árbol, convertirse en parte de su esencia vigilante. Una simbiosis total. Un guardián vegetal.
La idea era aterradora. Renunciar a su humanidad, a su individualidad. Abrazar una existencia de savia y corteza, de tiempo medido en estaciones y no en latidos. ¿Pero qué era su humanidad sin Ysera? Un cascarón vacío, una vigilia solitaria. La posibilidad de estar con ella, de protegerla desde dentro, de compartir una eternidad entrelazada… era una seducción demasiado poderosa.
Regresó al Aliso bajo un cielo estrellado, la decisión tomada.
—Ysera… —murmuró contra la corteza—. Hay una forma. De estar juntos. De verdad. Para siempre.
Sintió la sacudida de la sorpresa de ella, seguida de una oleada de protesta temerosa.
«No, Kaelum… Tu vida… tu ser… No puedes…»
—Mi ser eres tú —la cortó él, la voz inquebrantable—. Lo que queda de mí te pertenece. Aquí fuera, solo puedo esperar a que vuelvan. Allí dentro… allí dentro seremos uno. Juntos. Eternos.
Silencio. Luego, una vibración lenta, profunda. Aceptación. O quizás, la rendición ante un amor tan absoluto que desafiaba la lógica de los mundos.
El ritual no era de sangre, sino de entrega. Sentado al pie del Aliso, Kaelum cerró los ojos y se abrió por completo. Ofreció su respiración al viento entre las hojas, su pulso al ritmo lento de la savia, sus recuerdos a la memoria milenaria de la madera. Sintió cómo sus raíces energéticas se expandían, hundiéndose, buscando las del árbol. Su sangre se ralentizó, espesándose. La piel se tensó, volviéndose áspera, protectora. El dolor fue cósmico, un desgarro existencial mientras su conciencia se disolvía y se reformaba, expandiéndose para abarcar el bosque, los planos, los eones.
Y en el núcleo de esa vasta conciencia arbórea, la encontró.
Ysera.
Ya no era un eco. Era presencia pura, luz entrelazada con la suya. Sus esencias se fusionaron, no perdiendo identidad, sino creando algo nuevo, una conciencia dual resonando en perfecta armonía. Podía sentir su amor sin filtros, su paz recién encontrada, su ser completándose en el de él.
Cuando la transformación concluyó, "abrió los ojos". Veía el claro a través de mil hojas bañadas por el rocío, sentía el sol en cada rama extendida hacia el cielo, percibía el latido del bosque en cada raíz hundida en la tierra. Y Ysera estaba allí, inseparable, una presencia constante y cálida en el corazón de su nuevo ser. No podían hablar con labios humanos, ni tocarse con manos de carne. Su comunicación era ahora un flujo directo de pensamiento y emoción, una intimidad que trascendía lo físico. Eran el Aliso Centinela. Guardianes unidos, anclados entre realidades, un amor que había desafiado a la muerte y al tiempo para florecer, eterno, en el eco bajo la corteza. El bosque respiró, y el árbol sagrado vibró con una nueva canción, una de unión y vigilia compartida.

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