Alma despertó con el nombre “Elías” susurrándole la espalda. No recordaba el rostro, pero sí la voz. Y las manos. Y una palabra inventada que no existía en ningún idioma.
Algo como valegira. Una palabra que sonaba a despedida suave… y promesa.
La noche era su único refugio. No porque durmiera bien, sino porque, cuando por fin el cuerpo cedía al agotamiento, él estaba allí. No sabía desde cuándo ni por qué. Solo que, cuando soñaba con él, despertaba menos rota. Y la vida dolía un poco menos.
Él aparecía entre libros que no existían. A veces detrás de una cortina que respiraba. O bajo un paraguas lleno de pétalos. Siempre hablaban de cosas que olvidaban al despertar, pero la emoción quedaba anclada como sal bajo la lengua.
Una vez, él le dibujó una luna roja en la palma de la mano.
Al día siguiente, una mancha rosada apareció en su piel. No recordaba habérsela hecho. Pero ardía con suavidad, como si el sueño tuviera memoria.
Elías no creía en el amor, pero creía en los hilos invisibles. En las casualidades que se repiten demasiado como para no tener intención. En los nombres que aparecen en el humo del café. En melodías que se cuelan sin haber sido compuestas.
Alma. Así la llamaba en los sueños.
La veía pasar por calles que no existían. Hablaban de libros aún no escritos. Una noche se despidieron en una estación donde los trenes se derretían si los mirabas más de la cuenta. Otra, lloraba mientras la lluvia parecía flotar, indecisa, entre el suelo y el cielo.
Sabía que aquella mujer existía. Porque nadie sueña tanto con alguien que no está en algún lugar.
Una noche, Alma no soñó con él.
Ni con trenes, ni con palabras raras, ni con cielos partidos en dos. Solo un blanco mudo. Un vacío que pesaba más que cualquier imagen.
Fue al trabajo con los ojos húmedos de un sueño que no ocurrió.
En el café-librería donde trabajaba, todo olía a canela y a recuerdos encuadernados. Colocó las mesas con desgana. No quería hablar. Tampoco quería estar sola. El mundo sin Elías era más plano. Más sordo.
Entonces lo sintió. No el sueño. No una visión.
Una presencia.
Frente a la puerta, bajo la lluvia tímida del otoño, alguien había dejado una hoja doblada en tres.
La recogió con cuidado. El papel estaba tibio aún, como si alguien lo hubiese llevado dentro del pecho.
Solo había una frase:
“¿Te acordaste de mí cuando no estuve?”
La leyó sin respirar. El corazón, lento. Como si el aire también estuviera hecho de esa ausencia.
Miró a su alrededor. Nada. Nadie. Pero una mariposa blanca cruzó el cristal, igual que en los sueños. Igual que en todos los sueños.
Esa noche, Alma durmió con la nota bajo la almohada.
Soñó con un puente hecho de hilos invisibles. Al otro lado, Elías le tendía la mano.
—Ya no me despiertes —susurró ella, y él asintió.
El mundo giró sobre un suspiro.
Y, por primera vez en mucho tiempo, ambos soñaron sin tener que cerrar los ojos, con las manos entrelazadas bajo la luz de una luna roja.
Elías la miró con ternura, y Alma supo, sin necesidad de palabras, lo que aquello significaba.
Era valegira.
Siempre lo había sido.
“Quizá los sueños no son otra cosa que cartas que enviamos sin saber si llegarán. Y algunas, de puro imposibles, encuentran el camino.”

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