Esta entrada la escribí durante el apagón. Pero empezaron a salir cientos de entradas sobre el tema… Aguardé. No sé porqué hoy me decido a subirla, quizás porque me da pena no hacerlo. Hoy soy un poco más optimista. Un poco. También por gamberro, que todo hay que decirlo, ¿no creéis?
Nota:
Este texto nació a bolígrafo. Sí, como en las cavernas. La luz se fue, el wifi también.
Lo escribí entre sombras, como quien invoca espíritus con tarifa plana.
Y mientras medio país resucitaba enchufes y juraba amor eterno a sus regletas, yo pensé:
¿Y si no volviera?
Esto no es una distopía. Ni un sketch. Ni un “basado en hechos reales”.
Es una necrológica colectiva. Un aviso. Un espejo con mala cobertura.
Día 1
A las 12:30 del lunes, España implosionó como un router sin ganas de vivir.
Las pantallas chisporrotearon. Las neveras exhalaron su último suspiro.
Los Alexa se despidieron en arameo.
Y en cada hogar, alguien masculló con pánico existencial:
—¿Esto es una serie coreana de Netflix o una amenaza real?
El colapso fue inmediato.
La gente intentó reiniciar la realidad apretando el botón de la vitrocerámica.
Y sin Google para explicar el apocalipsis, el país se llenó de expertos en nada diciendo todo.
El silencio no era paz.
Era un buffering eterno.
Día 2
Se abrieron los portales. Y no en plan mágico. Se abrieron porque ya nadie recordaba cómo cerrarlos sin app.
Vecinos que no se hablaban desde la Expo 92 se cruzaron como si fueran NPCs recién cargados:
—¿Sabes hervir agua sin instrucciones de TikTok?
Un tipo con batín de Batman y casco de esgrima murmuraba:
—Creo que antes se llamaba… fuego.
Le temblaba el pulso. Y el alma.
Una influencer del primero, sin anillo de luz ni filtros, gritó desde el balcón:
—¡Dadle like al sol, cabrones!
Le cayó un melón lanzado por un poeta de Ciudad Real.
Se lo comió llorando.
Y se le viralizó la lágrima. En vivo. En la memoria colectiva.
Día 3
Los lúcidos recordaron una reliquia sagrada: la radio de pilas.
El país se dividió entre los que tenían pilas y los que tenían recuerdos vagos de haber pasado junto a ellas durante la pandemia. Mientras devoraban con ojos enrojecidos los estantes vacíos donde antes había rollos de papel higiénico.
En las esquinas, círculos humanos se formaban para escuchar partes informativos con voz de oráculo cansado:
“Seguimos sin electricidad.
En deportes: nadie compite, pero todos sudan.
En política: nadie miente, porque no hay WiFi para grabar promesas falsas.”
Se instauró el culto a la triple A recargable.
Y el silencio…
ese silencio espeso y ominoso,
hacía que te escucharas la digestión, las dudas,
y hasta los remordimientos en dolby surround.
Día 4
La basura cobró vida.
Olía a trauma generacional.
Los congeladores se rindieron.
El bacalao del fondo —ese que sobrevivió al Y2K, a la crisis de 2008 y al confinamiento— emergió como un dios antiguo reclamando ofrendas.
Pero lo peor no fue el hedor.
Fue ver a la gente acariciar sus móviles apagados como quien llora una relación tóxica.
—Siri, contéstame.
—Siri, por favor.
—Siri…
Algunos escribieron cartas. A mano. Con lágrimas.
No de emoción, sino de calambres en la muñeca.
Otros descubrieron que su letra era ilegible, incluso para ellos mismos.
La ortografía nacional cayó en coma inducido.
Día 5
España entró en su fase barroca.
Surrealismo eléctrico sin electricidad.
En Murcia se fundó una nueva religión basada en una linterna que aún brillaba, aunque nadie sabía por qué.
En Sevilla, alguien sacrificó un robot de cocina en una plaza.
Cantaron saetas. A la Thermomix.
Fue emotivo. Y crujiente.
Zaragoza improvisó una noria con bicicletas estáticas.
Lograron encender una tostadora.
Quemaron cinco rebanadas y un calcetín.
Lo celebraron bailando a oscuras con maracas improvisadas: botes de garbanzos.
En las peluquerías, la desesperación:
—¿Y ahora cómo me aliso el alma?
Día 6
El cuerpo habló. Y no con palabras.
El sudor caía por las paredes como si el gotelé hubiera cobrado conciencia de clase.
Los colchones olían a Edad Media.
Las axilas, a revolución.
Los cuerpos aprendieron un idioma nuevo:
jadeos, gruñidos, suspiros desesperados con acento en la garganta.
En Lavapiés, un grupo de desconocidos se abrazó en círculo frente a un ventilador apagado.
Uno reía. Otro lloraba. Uno gemía. Otro… se encendió un cigarro imaginario.
Los frágiles reptaban por las aceras, con los cargadores en la boca, buscando enchufes como si fueran fuentes de agua santa.
Día 7
Volvió la luz.
Y con ella, el alma corporativa del sistema.
No hubo trompetas.
Solo un “clic” sin emoción.
Como si el mundo se encendiera con desgana.
Las neveras rugieron.
Las pantallas resucitaron con ese brillo de secta.
Las apps vibraron como oráculos nerviosos.
Los humanos, en masa, corrieron…
a ver cuánta batería les quedaba.
No el alma. No el vecino. No la carta escrita a mano.
La batería.
En redes:
📸 “Apagón superado. Yo y mi gato, supervivientes. #ResistimosConEstilo”
📸 “Sin WiFi pero con vibes 🔥”
📸 “Le puse nombre a mi vela. Se llamaba Esperanza.”
Y volvimos a ser lo que éramos:
hombres y mujeres encorvados, deslizando el pulgar sobre un mundo que ya no mirábamos.
Epílogo
He guardado una vela.
Y una piedra.
La vela me recuerda que hubo oscuridad.
La piedra… que aún tengo cuerpo.
Por si un día el mundo se apaga… y yo decido no encenderme.
🌀 Postdata desde el apagón
Este texto se escribió con una vela, una piedra y una sospecha:
que quizá ya estábamos apagados mucho antes de que se fuera la luz.

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