Relato para el Vadereto de Abril, de la página Acervo de Letras. El reto propone escribir una historia que incluya un libro real, mencionando su título y autor (ya sea como parte de la trama o versionando su historia), incorporar un personaje destacado de cualquier obra literaria y añadir algún detalle que sitúe la acción en Primavera. En mi caso, he elegido "Rayuela", de Cortázar, como libro, y a Elizabeth Bennet, de "Orgullo y prejuicios" de Austen, como personaje.
Un encuentro inesperado entre Elizabeth Bennet y las páginas de Cortázar en un París que despertaba
La campanilla, al empujar la puerta de la librería, no fue un sonido cualquiera, sino un tintineo cómplice, casi un saludo íntimo. Parecía que el París de abril la recibía con un guiño travieso, despertándola a un aire cargado de papel viejo y polvo dorado, tamizado por la luz que entraba sesgada. Flotaba una fragancia indecisa, mezcla de lilas cercanas y del aliento mismo de las páginas desbordadas de historia. Elizabeth Bennet se detuvo en el umbral, inspirando ese aroma a tiempo detenido.
El tiempo, pensó, era un asunto caprichoso; una lección aprendida en sus viajes. Y aquel día, en aquel rincón parisino, qué importaba si su memoria venía de bailes de salón o de paseos por Hertfordshire. La estación del renacer, con su promesa silenciosa, parecía un idioma universal que borraba fronteras.
—Madame —la recibió el librero, un hombre enjuto, de cabello revuelto y gafas suspendidas peligrosamente sobre la punta de la nariz—. ¿Busca algo concreto o prefiere dejarse llevar por el azar?
Elizabeth ladeó la cabeza, su mirada escrutando los estantes como un astrónomo buscando constelaciones ocultas.
—Tal vez ambas cosas —respondió con una naturalidad recobrada—. Pero sospecho que es el azar quien hila fino y acaba por decidirlo siempre.
La mirada del librero se encendió, un destello fugaz tras los cristales, y una media sonrisa le curvó los labios.
—Así comienza toda gran lectura —dijo—. Con un pequeño salto hacia lo desconocido.
El polvo en suspensión parecía danzar, iluminado con cada palabra. Elizabeth avanzó entre las estanterías, sus dedos rozando los lomos de los libros como si acariciara secretos dormidos, manos tendidas desde otro tiempo. Se detuvieron en un volumen desgastado, de portada sencilla pero imantado por una fuerza extraña en el título.
"Rayuela", Julio Cortázar.
El nombre le resultaba vagamente familiar, aunque no recordaba haberlo leído. Abrió el libro y una hoja se deslizó con la timidez de un secreto revelado. La atrapó al vuelo. Era un papel manuscrito:
"La vida, como un comentario de otra cosa que no alcanzamos, y que está ahí al alcance del salto que no damos."
Elizabeth sonrió, divertida por la coincidencia, y hojeó el volumen. Las páginas desafiaban el orden esperado; algunos capítulos sugerían saltos, quiebros, invitando al lector a un juego cuyas reglas intuía sin comprender del todo.
Entre las líneas encontró otra sentencia que vibró en el aire:
"No le hablo con las palabras que sólo han servido para no entendernos, ahora que ya es tarde empiezo a elegir otras, las de ella, las envueltas en eso que ella comprende y que no tiene nombre, auras y tensiones que crispan el aire entre dos cuerpos…"
La frase le sacudió el pecho. Un eco inesperado. Recordó las miradas esquivas de Darcy, la lenta demolición de los prejuicios que los separaban, ladrillo a ladrillo, como las casillas numeradas de un juego infantil olvidado.
—¿Puedo ayudarle con esa elección? —inquirió el librero, su voz acercándose sigilosa entre los anaqueles.
Elizabeth levantó la vista, sus ojos aún perdidos en aquel laberinto de palabras.
—Creo que es el libro quien ha decidido por mí —respondió, y sus palabras flotaron, ingrávidas, como una afirmación tejida por el azar.
—Excelente elección. Rayuela es un mapa para quienes no temen perderse —dijo él, entregándole un marcador de páginas adornado con una pequeña rayuela dibujada a mano, un símbolo diminuto de la travesía que iniciaba.
Pagó el libro, pero antes de marcharse, se permitió unos minutos más de charla con el librero, quien se presentó como el señor Morelli.
—Señor Morelli —asintió Elizabeth, simplemente acusando recibo del nombre, con cortesía.
—París en esta época está lleno de encuentros inesperados, madame —respondió él, con esa media sonrisa indescifrable—. La primavera tiene sus propios mapas, sus propias formas de conectar los puntos. ¿No cree?
Al salir de la tienda, la luz era más cálida, casi líquida, dorando los adoquines. Las terrazas bullían con el murmullo alegre de conversaciones y copas que tintineaban, mientras los camareros sorteaban con destreza las sillas esparcidas como pétalos recién caídos. Elizabeth se sentó en una mesa de esquina, un observatorio perfecto desde donde podía ver la entrada de la librería y también un pequeño oasis florido que vibraba en verdes y rosas vivos, un estallido de color contra la piedra antigua.
Pidió un café, intuyendo que aquella bebida oscura y humeante sería la única constante entre su tiempo y aquel presente efervescente.
Abrió el libro, dejando que el viento jugueteara con las páginas como un músico invisible. Se detuvo en un pasaje que le pareció un eco íntimo de sí misma:
"Entre la Maga y yo crece un cañaveral de palabras, apenas nos separan unas horas y unas cuadras y ya mi pena se llama pena, mi amor se llama mi amor…"
La frase resonó en su pecho con una cercanía desconcertante. ¿Qué era la lectura, sino una conversación secreta a través del tiempo, un puente invisible entre dos almas que quizá nunca se habían cruzado en los senderos de la historia?
Cerró los ojos un instante, absorbiendo el latido de la ciudad: los adoquines aún calientes bajo el sol tibio, el susurro lejano del Sena, el perfume embriagador de las glicinas trepando por las farolas como enredaderas soñadoras. Sentía el pulso de París bajo su piel.
Volvió al libro. Una nota al pie, manuscrita, casi un susurro de tinta, sugería al lector aventurarse entre capítulos como quien juega a la rayuela para evitar las grietas del tiempo.
"Encontrar el hilo del laberinto exige saltar más allá de los números."
Elizabeth sonrió. Saltó.
"La felicidad no se explica, Lucía, probablemente porque es el momento más logrado del velo de Maya."
Recordó, entonces, las tardes de confidencia con su hermana Jane, las ironías compartidas como secretos, las danzas donde cada paso era una respuesta calculada a la expectativa social. Y cómo, en medio de aquellos bailes encorsetados, la verdadera magia no residía en el decoro, sino en la pequeña, silenciosa subversión de elegir su propio camino.
—Este libro es un duende travieso —susurró para sí—. Como la vida misma cuando florece sin pedir permiso.
Al otro lado de la calle, una niña dibujaba con tiza en el suelo. Elizabeth reconoció la forma: una rayuela, las casillas numeradas con esmero infantil. Impulsada por un repentino deseo lúdico, una ligereza olvidada, se acercó y pidió permiso para lanzar el guijarro.
La niña, divertida ante la inesperada jugadora, asintió.
El canto rodó hasta la casilla final, pero Elizabeth no se detuvo allí. Con un impulso que nacía tanto del libro como del aire vibrante de abril, saltó más allá, fuera del dibujo, hacia la hierba salpicada de flores silvestres que bordeaban la acera. Por un instante, sintió la ingravidez de quien abandona el tablero, el vértigo dulce del aire tibio en el rostro. Un segundo suspendido, libre de mapas y números.
Quizá, pensó, con una sonrisa naciendo en sus labios, "la casilla final no existe. Solo el salto que uno se atreve a dar."
Se giró hacia la niña y le guiñó un ojo, cómplice de un juego recién descubierto. Desde el umbral de la tienda, el librero Morelli le dedicaba una leve reverencia, no de despedida, sino de reconocimiento, como quien saluda a una vieja amiga que acaba de recordar cómo volar.
Con el libro apretado contra el pecho como un talismán recién hallado, Elizabeth respiró hondo, llenándose los pulmones de París. El mundo, en abril, no pregunta por las reglas del juego, simplemente florece.
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