Relato para el VadeReto (MARZO 2025) de Acervo de Letras
El agua le llegaba a los tobillos y no estaba fría. Había esperado otra cosa. Un escalofrío, un temblor, algo que dijera: aún estás a tiempo de dar media vuelta. Pero el río fluía manso, sin juicio. Como si ya supiera que él iba a cruzarlo.
Había dejado los zapatos en la orilla. Llevaba la carta en la mano. Doblada. No tenía sobre. Nunca lo tuvo. Ni destinatario. Solo letras gastadas y una fecha que, si la leías rápido, parecía escrita por otro. Otra vida, otro cuerpo, otro tiempo que ya no respiraba.
A cada paso, el lecho crujía bajo sus pies como si el pasado se astillara. Piedras lisas, ramas secas, alguna hoja a la deriva. No había peces. O se escondían. O ya no importaban.
El molino, al fondo, parecía observarlo sin moverse. Una estructura de madera hinchada por años de humedad y silencios, con esa rueda inmensa que giraba lenta, sin fuerza. Cada giro parecía marcar algo invisible. Como si masticara minutos olvidados.
El bosque que abrazaba el cauce no era oscuro, pero tampoco amable. Había algo en él que recordaba a ciertas habitaciones vacías: todo estaba en su sitio, pero el ambiente parecía contener un suspiro contenido, como si las ramas recordaran algo que nadie dijo. Y aun así, él seguía avanzando. El agua ya le rozaba las rodillas.
La carta había esperado años. En un cajón. En una caja. En su garganta.
Decía:
"Cuando llegue el día en que no reconozcas tu reflejo, ven aquí. Si no recuerdas quién eras, si te perdiste entre rutinas, cuerpos ajenos o palabras que no dijiste, ven aquí. Este río no guarda secretos, pero sí devuelve señales. No esperes redención. Solo verdad. Y cruza. Cruza, aunque no sepas para qué. Cruza, aunque no quede nadie esperándote al otro lado. Cruza, porque fuiste tú quien escribió esto. Y porque, de alguna forma que aún no comprendes, ya sabías que ibas a necesitarlo."
La letra temblaba más en su recuerdo que en el papel. El agua ahora le envolvía el vientre. No había corriente fuerte, pero el río hablaba. No con palabras, sino con ese murmullo antiguo que usan los sitios donde han pasado demasiadas cosas. Como si en cada remolino susurrara una versión suya que ya no existe.
El puente colgaba a lo lejos, pero él no lo miraba. No buscaba atajos. Quería cruzar por dentro.
Al llegar a la mitad del cauce, se detuvo.
Allí, justo allí, vio el momento. No un recuerdo nítido, ni una escena precisa. Sino un fragmento suelto. Un gesto suyo. Una mentira piadosa. Una vez en que dijo “estoy bien” con la voz de quien se ahoga por dentro. Y otra donde se quedó callado. Y otra más. Y todas juntas eran el río. No el que pisaba, sino el que lo recorría por dentro.
Y sin embargo —quizá por eso mismo— sintió algo que no había sentido en mucho tiempo: presencia. Ya no era el hombre que fingía no sentir. Tampoco el que culpaba al mundo por no escucharlo. Era el que cruzaba.
Y en ese cruce, lo que dolía no era lo que perdió. Era lo que no se atrevió a vivir.
Entonces ocurrió algo.
No cambió el viento. No brilló el sol. No cantaron los pájaros.
Solo sintió el cuerpo más liviano. Como si hubiera soltado algo que no sabía que llevaba encima.
La carta, que aún tenía en la mano, se deshizo en sus dedos. No se rompió. Se disolvió. Como si el río, al leerla, la hubiera comprendido y le dijera: ya está.
Siguió caminando hasta la otra orilla.
No encontró respuestas. No encontró a nadie.
Pero el aire olía distinto.
A madera húmeda, sí.
A musgo, también.
Pero, sobre todo, a comienzo.
No al comienzo de una historia.
Sino al final de una culpa.
Y eso, pensó, ya era mucho más de lo que esperaba.
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