Nota del Autor: Este relato nace como respuesta al reto de escritura de Alianzara sobre el flujo de conciencia , una técnica tan compleja como fascinante.
Otra vez esa textura… Se desliza bajo mis yemas como agua nocturna, una frialdad inicial que muerde delicadamente antes de rendirse al calor de la piel. Una seda diferente, una que respira y recuerda. He buscado en vano su eco en los mercados del reino, he palpado terciopelos sombríos y damascos lunares, pero ninguno posee esta caída líquida, esta densidad silenciosa que parece contener la promesa de noche y peligro. Solo el forro de su capa, aquel carmesí profundo que él ocultaba como un corazón secreto y sangrante. Y, extrañamente, este tejido comparte la vibración de su risa; aquella grave y escasa melodía que una vez resonó en el aire glacial de la torre norte, justo antes de que todo se quebrara.
Mis dedos se cierran sobre la tela casi por voluntad propia, un acto reflejo de la memoria muscular. El paño cede, dócil, casi acusador en su suavidad. ¿Cuánto tiempo olvidado en el fondo de este cofre, bajo recuerdos menos punzantes? Años, deben serlo. Años desde la escarcha teñida de rojo sobre la nieve, desde que su capa dejó de ser un escudo para ser… esto. Un jirón de ausencia. ¿Por qué lo rescaté? ¿Por qué lo escondí aquí? ¿Y por qué mis manos, ahora, lo buscan como un náufrago busca un madero? La habitación duerme en penumbra, el polvo danza en un único rayo oblicuo. Afuera, la vida del castillo sigue. Aquí dentro, el tiempo retrocede, arrastrado por la corriente de esta materia oscura.
Y entonces, el olor. Tan sutil que casi podría ser una invención de la nostalgia. Un aroma a ozono expectante, a cuero curtido por mil viajes, a la esencia inconfundible de su magia indómita –esa que siempre olía a tierra removida tras la lluvia, a piedra antigua y a la chispa metálica del peligro–. Pero también a esa seguridad paradójica, a ese extraño refugio que solo hallaba en su cercanía, como la calma en el ojo del huracán. Cierro los ojos, inspiro hondo, y el aire de esta estancia cerrada se transforma. Ya no huele a polvo y a madera vieja. Huele a invierno, a nieve crujiente bajo las botas, al vaho gélido suspendido en el aire cortante.
Estoy de nuevo en el claro del bosque prohibido. Frente a él. Su capa, esta misma seda sombría que ahora acaricio, ondea sin viento, movida por la pura energía que emana de él. Sus ojos… ¿eran del color de la tormenta a punto de estallar, o del acero templado en fuegos secretos? La memoria es un tapiz gastado, los detalles se desdibujan, pero la intensidad… esa permanece intacta. La forma en que su mirada me atravesaba, no con juicio, sino con una comprensión desnuda que me desarmaba, que veía más allá de la armadura que yo misma había forjado.
«No temas», quizás dijo. O fue el peso tranquilizador de su mano enguantada sobre mi brazo tembloroso, un ancla inesperada mientras el caos mágico amenazaba con desgarrar el tejido mismo de la realidad a nuestro alrededor. Recuerdo la gelidez del cuero gastado, pero también, bajo él, el calor firme de su mano, la fuerza contenida. Y luego, la tela de la capa rozando mi mejilla cuando se inclinó, tan cerca que su aliento tibio empañó el aire cortante entre nosotros, susurrando las palabras arcanas que debían sellar la grieta, que debían devolver el equilibrio… a costa de algo. Siempre había un coste.
Ahora, en la quietud de esta habitación olvidada, mis dedos aprietan la seda, pero es el cuero gélido lo que siento, es su aliento cálido el que eriza mi piel. La nieve fantasma cruje bajo mis pies inmóviles. ¿Estoy aquí, enredada en el hilo de un recuerdo? ¿O he vuelto allí, atrapada en la intensidad de aquel instante que lo cambió todo? La textura es la misma, persistente, real bajo mis dedos. Tejido oscuro. Promesa ambigua. Peligro latente. Ausencia que pesa, que respira. Y su risa, aquel eco grave y sorpresivo, resonando ahora en el silencio presente, como una nota imposible sostenida en el tiempo.
Es una caricia tenue, este velo. Engañosamente tierno. Como la yema de sus dedos callosos –manos que conocían igual la empuñadura de una espada que el delicado trazo de una runa– explorando la curva de mi mandíbula en la penumbra de la biblioteca, un gesto furtivo, cargado de una electricidad prohibida que encendía incendios silenciosos bajo mi piel. Rozo el paño con mi mejilla. Cierro los ojos con más fuerza, intentando apresar la sensación, el recuerdo que es casi un sabor en la lengua. Metálico como la sangre. Dulce como el veneno más adictivo. El beso robado en la biblioteca, olor a polvo de estrellas y a pergamino antiguo, sabor a desafío abierto y a rendición inevitable. Esta materia oscura huele a eso. A él.
¿Es real la calidez que sube por mi cuello, tiñendo mis mejillas? ¿O la sombra persistente de aquel rubor que creí olvidado? El aire de la habitación parece vibrar sutilmente, o quizás sea solo el pulso desbocado en mis sienes, un tambor sordo y urgente. La tela bajo mis dedos parece caldearse, adquirir una vida propia, una respiración acompasada a la mía. Como si su esencia atrapada –magia, recuerdo, ausencia– despertara con la fricción de mi memoria, con el roce insistente de mi anhelo.
Se desliza, fluida, entre mis manos, casi invitándome a envolverme en ella, a perderme en su oscuridad protectora y peligrosa. Recuerdo el peso imponente de la capa sobre sus hombros anchos, la forma en que caía, majestuosa y severa, ocultando la fuerza contenida, revelando apenas la promesa de la sombra que guardaba. Lo veo caminar hacia mí a través del Gran Salón del Consejo, ajeno a las miradas inquisitivas, a los susurros cargados de sospecha, su figura una silueta poderosa recortada contra los vitrales que narraban antiguas guerras. Un señor de las sombras moviéndose con una gracia depredadora en el corazón mismo de la luz. ¿Qué buscaba en mí? ¿Qué veía en la bibliotecaria silenciosa y retraída? Nunca llegué a entenderlo del todo. Solo sabía que cuando sus ojos –acero, tormenta, noche– encontraban los míos a través de la multitud, el mundo entero se convertía en un murmullo borroso, en un escenario irrelevante. Como ahora.
La habitación se desvanece. Las motas de polvo dorado se congelan en el aire. Las paredes se repliegan como un telón antiguo. Solo queda esta oscuridad tejida, flotando en una penumbra que es a la vez íntima y vasta. Mis dedos se enredan en sus pliegues, mi respiración sigue un ritmo que no reconozco como propio, un eco profundo, lento. El latido de su ausencia, que pesa, extrañamente, más que su presencia.
¿Qué hago aferrada a esto? Mis manos, crispadas, blancas en los nudillos. Como si el tejido fuera un ancla. Como si pudiera evitar que él, que el recuerdo, se escurriera de nuevo hacia la nada. Pero ya se fue. Se disolvió en la nieve y la sangre de aquel amanecer trágico. Dejando solo silencio. Y esta reliquia oscura. Que huele a él, que tiene la textura de su risa perdida.
El contacto ahora es una quemadura lenta, una brasa helada que se reaviva con la fricción de la memoria. La tela contra mi piel desnuda. Su recuerdo contra mi alma expuesta. ¿Estoy aquí o allí? ¿Es esto real, este dolor sordo, esta punzada de anhelo? ¿O es solo la sombra de una herida antigua que se niega a cicatrizar? Ya no distingo. La línea se ha borrado. Solo sé que mis dedos no obedecen. Se niegan a soltar. Se aferran a este fragmento tangible de lo imposible, a esta ilusión de tacto, a esta textura única.
¿Un ruido? ¿Fuera? O dentro, en el temblor de mi propio pulso contra la seda… No. Un crujido. Madera vieja. Real.
Rasga el ensueño. Parpadeo, desorientada. La habitación regresa lentamente a foco. El haz de luz, ahora más bajo, tiñe el polvo de naranja. Las paredes familiares, testigos mudos de mi encierro voluntario. El cofre abierto, como una herida en la penumbra. Y mis manos. Aún crispadas sobre el velo sombrío. Con una fuerza desesperada. Como si sujetara un fantasma.
El sol. Ha girado considerablemente. ¿Cuánto tiempo he estado aquí, perdida? La campana de vísperas sonó hace… una eternidad contenida en el tacto de esta seda. Dedos entumecidos, marcados. Pero no lo suelto. Aún no. No estoy lista. Necesito un instante más. Solo uno. Para respirar su ausencia una última vez. Para perderme, solo un poco más, en la textura inolvidable de lo que ya no está. El tejido pesa, sí, pero no tanto como su silencio.
¿Te ha gustado esta entrada?
Deja una respuesta