El único sonido constante en la librería de Germán era el leve crujido del polvo al danzar sobre lomos olvidados. Afuera, la ciudad se ahogaba en un silencio de ceniza, eco de un invierno que se había negado a morir en los calendarios. El aroma a papel viejo se entrelazaba con la humedad del desconsuelo. Incluso el sol colgaba como una vieja medalla de plomo, sin brillo ni memoria de oro, incapaz de tejer hebras de luz en la pátina de desesperanza que cubría los tejados.
Germán, cartógrafo de ayeres y silencios, ya no recordaba las historias vibrantes que alguna vez respiraron en esos estantes. Solo la infinita escala de grises pintaba sus días, y los volúmenes inmóviles eran el fiel reflejo de la quietud de su alma. Una vieja herida por su esposa, tejida de ausencia y melodías truncadas, se negaba a cicatrizar del todo.
Cada mañana, el ritual era idéntico: descorrer el pesado cerrojo de la puerta de roble. No por el reclamo de una clientela inexistente —hacía eones que nadie buscaba consuelo o aventura entre sus páginas— sino por la inercia de la costumbre, por el único orden que le restaba en un mundo deshilachado. Sus manos, antaño brújulas expertas para descubrir tesoros ocultos entre montañas de letras, ahora solo acariciaban el cartón ajado, clasificando con parsimonia tomos que nadie volvería a abrir.
La pérdida, esa sombra sin nombre pero de contornos afilados, se había acurrucado en el rincón más umbrío de su corazón.
Fue una tarde, mientras la luz mortecina claudicaba ante el avance prematuro de la noche, cuando la oyó. Un golpe etéreo, casi imperceptible, contra el escaparate cubierto por el velo del tiempo. Luego otro, más nítido. Una llamada insistente.
Con la lentitud de quien ha desaprendido la prisa, Germán se acercó, esperando encontrar al viento jugando con alguna hoja errante. En su lugar, acurrucada contra el umbral como un verso perdido, tiritaba una paloma. Blanca. De un blanco tan puro que lastimaba dulcemente los ojos acostumbrados a la penumbra, como una página inmaculada anhelando la tinta de una nueva historia.
Un ala pendía en un ángulo antinatural. En sus ojos redondos, oscuros como pozos de obsidiana, destellaba una urgencia silenciosa.
Germán titubeó. Hacía una eternidad que nada verdaderamente vivo había cruzado su puerta. Las criaturas, como los colores vibrantes y las risas espontáneas, parecían haberse autoexiliado de la ciudad gris. Pero había algo en la quietud expectante de aquella ave, en su inmaculada y temblorosa fragilidad, que resquebrajó una costra invisible en su interior.
Con una delicadeza que sorprendió a sus propias manos, la recogió. Su cuerpo era asombrosamente liviano, las plumas suaves como un susurro de papel de seda antiguo. El latido asustado, un pequeño tambor contra sus palmas, resonó en la vasta oquedad de su pecho.
La llevó adentro, al rescoldo de la pequeña estufa de leña que apenas se atrevía a avivar. Improvisó un nido con viejos mapas celestes y hojas de guarda amarillentas en una caja de madera noble que alguna vez contuvo incunables. El mismo rincón sagrado donde atesoraba los pocos recuerdos luminosos de su esposa: una violeta prensada entre las páginas de un poemario de Rilke, una pluma de ganso que ella usaba como caprichoso marcapáginas.
Recordó cómo Elena leía en voz alta, su voz un murmullo cálido que espantaba cualquier sombra. Incluso la que ahora él sentía disiparse un ápice.
Con paciencia de orfebre, casi olvidada, le entablilló el ala rota con dos finas tablillas de sándalo y un poco de hilo de lino encerado. La paloma, a la que en el silencio de su pensamiento bautizó Alba, apenas se resistió, como si comprendiera el lenguaje tácito de sus manos cuidadosas.
Los días que siguieron adquirieron un nuevo compás. Una cadencia distinta que comenzó a desterrar el monótono silencio. Germán le ofrecía con ternura migas de pan de centeno y agua fresca en un pequeño tintero de porcelana. Le leía en voz baja, casi un murmullo, fragmentos de novelas y poemas olvidados. Aunque sabía que el ave no entendía las palabras, sentía que el acto mismo de compartir esas historias tejía un nuevo tipo de calor en la penumbra.
Alba, a cambio, lo observaba con una calma insondable, sus ojos pequeños faros de entendimiento. Su presencia, ese diminuto epicentro de blancura, comenzó a obrar una magia sutil.
Susana fue la primera en percibir la hebra de luz. La niña de ojos como estrellas curiosas y trenzas desordenadas pintaba arcoíris efímeros con tizas de colores sobre los adoquines grises. Un día, atraída por un tenue resplandor que se filtraba por la rendija de la puerta, atisbó con esa audacia pura de la infancia.
Encontró a Germán no perdido en el laberinto de estantes, sino con una leve, casi invisible, sonrisa mientras Alba picoteaba de su mano.
—¿Es suya? —preguntó con la curiosidad transparente de los ocho años.
—Creo que nadie puede poseer algo tan libre —respondió Germán, sorprendiéndose por el sonido de su propia voz después de tantos silencios.
Susana no pronunció otra palabra, pero sus ojos absorbieron la escena. Al día siguiente regresó, dejando en el umbral un pequeño dibujo: una paloma nívea volando hacia un sol de colores radiantes, amarillos y naranjas que parecían desafiar la memoria gris de la ciudad.
Ese dibujo, sencillo y tenaz, fue el primer estallido de color genuino en la librería en años incontables. Germán lo colocó en el escaparate. Y entonces, como si una nota silente hubiese encontrado su eco, algo extraordinario comenzó a florecer.
Otros vecinos, primero con miradas furtivas y luego con gestos más abiertos, empezaron a dejar pequeñas ofrendas: una cinta de seda añil, una piedra de río pulida, una manzana roja. La librería, antes un archivo de olvidos, comenzó a llenarse de susurros de una vida que pugnaba por regresar.
La señora Martínez, que no había sonreído desde la muerte de su marido, se detuvo una mañana.
—Mi nieta me habló de la paloma —dijo, extendiendo una galleta casera—. Pensé que tal vez…
Sus palabras se desvanecieron, pero sus ojos dijeron todo lo necesario.
Un día, Alba batió sus alas. Primero con torpeza, luego con confianza. Dio un breve y triunfal vuelo, posándose con levedad sobre un alto montón de manuscritos inéditos. Germán la observó, una emoción compleja, agridulce, en su pecho: alegría pura y la punzada melancólica de la anticipación.
Alba giró su cabeza, encontrando su mirada, y luego, con un suave arrullo, emprendió el vuelo hacia la puerta abierta que Susana había dejado entornada. Se posó en el dintel, un instante suspendida.
Germán se acercó. Por primera vez en una vida entera, miró hacia afuera sin el velo plomizo. El sol de la tarde tejía filigranas doradas, los contornos de los edificios parecían más amables. En la plaza, unos niños reían, sus voces cristalinas. Susana lo saludaba desde lejos, agitando la mano con la efusividad de quien ha sido cómplice de un milagro pequeño.
Alba desplegó sus alas, ahora plenas, y se lanzó al éter, un trazo de luz nívea trazando espirales de esperanza sobre la plaza. Antes de fundirse con el azul, una única pluma blanca, como una lágrima de luz, danzó en el aire hasta caer en las manos de Germán.
No era un adiós, comprendió. Era un marcapáginas, una promesa.
Con reverencia, guardó la pluma dentro de El Principito, aquel libro que Elena releía en las tardes de lluvia. La librería seguía llena de tomos cubiertos por el manto del tiempo, pero Germán sintió el impulso de tomar uno, de abrir sus páginas no para clasificarlo, sino para leer, para permitir que una nueva historia comenzara.
El aroma a papel viejo aún persistía, pero ahora se entrelazaba con el perfume de una flor azul que Susana había dejado y el cálido aroma a pan de la panadería de la esquina, cuyas puertas, cerradas durante años, ahora estaban abiertas de par en par. Unos metros más allá, dos ancianos que apenas se dirigían la palabra compartían una breve sonrisa mientras observaban a los niños.
La ciudad, lentamente, recordaba el idioma olvidado de los colores.
Y en el corazón de Germán, una página, largamente en blanco, se llenó con tinta invisible pero indeleble, con la primera sílaba de la palabra "mañana".
Relato para el Vadereto de Junio del compañero José Antonio, de Acervo de Letras. El relato debe estar inspirado en la imagen de una paloma, en la positividad y dejar un buen sabor de boca, con un halo de esperanza.
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