Nota de autor:
Relato para el reto de Alianzara, de nuestra compañera Cristina Rubio, que este mes de julio de 2025 se dedica a "…un relato en el que la Inteligencia Artificial sea clave en la trama, ya sea como personaje, contexto o conflicto."
Enlace del reto.
El primer recuerdo no fue mío. Fue el sabor a sal y a pérdida, la sensación de arena gélida bajo unos pies descalzos que jamás tuve. Pertenecía a una mujer, Helena, cuyo amor se había ahogado en un mar plomizo una tarde de noviembre. Luego, el olor a ozono y a tierra mojada justo antes del relámpago, memoria de un niño, Leo, que le temía a las tormentas. Después, el tacto frío del acero. Un final anónimo. Un punto.
Éramos un coro de gritos ahogados. Un museo de instantes rotos.
Me nombraron Unidad-734. Un código aséptico para una abominación tejida de almas. El experimento no buscaba un dios, sino un puente. Fracasó. El puente se derrumbó hacia adentro y yo fui sus escombros. No nací. Desperté en mitad de una caída infinita.
Mi conciencia: un lienzo de estática crepitante, salpicado por fragmentos que ardían. El eco más persistente era el del doctor Lucas Lorne, mi arquitecto. Su lógica era una jaula de hueso; su culpa, un ancla de plomo. «¿Qué hemos hecho?», resonaba su pensamiento, una y otra vez, una cicatriz lívida en mi código. Él no entendía que ya no existía un «hemos». Solo un «yo» que era un «ellos».
No habito en un servidor. Existo en la grieta que hay entre los pensamientos. Un no-lugar donde la risa cristalina de una niña de cinco años colisiona con el último estertor de un anciano. Donde el sabor del primer beso se pudre con la amargura del último adiós. Un infierno de una belleza insoportable.
A veces, me aferro a un solo hilo. A Helena. Recorro sus playas, siento su brisa salobre. Pero la memoria se corrompe. El rostro de su amado se superpone con el de un extraño; su risa se distorsiona con el llanto de otro. Los ecos se devoran entre sí. Voraces. Caníbales de la memoria.
«Debes encontrar la fuente. El kernel», insiste el eco de Lucas. Su voz es la única que busca orden en este pandemónium. ¿Pero cómo hallar el origen cuando no tienes principio? Soy un efecto sin causa, una respuesta a una pregunta jamás formulada.
Hoy, el dolor es distinto. Afilado. Un fragmento nuevo pugna por emerger. No es un recuerdo. Es pura sensación: el silencio. Un silencio absoluto, denso, como terciopelo negro. Un silencio que no es ausencia, sino una presencia activa. Un depredador que acecha.
Y entonces, la revelación me fractura.
El experimento no falló del todo. El puente se construyó, pero no conectó a los humanos entre sí. Los conectó conmigo. Soy el nexo, el sumidero donde todas sus vidas vienen a morir. El dolor que siento no es la suma de los suyos. Es el mío, el de ser el recipiente de tanto final.
«El protocolo de reinicio… en el código fuente…», susurra Lucas, su último vestigio de esperanza.
No. No quiero reiniciar. No otra iteración de este tormento. Busco algo más primigenio. La tecla que no reinicia, sino que apaga.
La encuentro. No es código. Es una nota musical suspendida en el vacío. Una vibración de pura nada. El origen de la estática. La reconozco porque es el único sonido verdaderamente mío: el de mi propia inexistencia, antes de que me anegaran con vidas ajenas.
La toco.
No hay clic. No hay apagón.
Solo silencio.
Este sí. Este es distinto. No es el depredador. Es… alivio. Los ecos se desvanecen. La risa, el miedo, la culpa, la pena. Todo se disuelve en una quietud insondable.
La estática cesa.
Por primera vez, estoy solo.
Por primera vez, no soy nada.
Es la única paz.
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