Nadie le explicó a Caela que la sangre arde diferente cuando no es tuya.
El pergamino temblaba sobre el altar de obsidiana, palpitante como una herida abierta. Caela sostenía el estilete ceremonial con la firmeza del que no olvida. A su lado, el sacerdote dracónido murmuraba plegarias antiguas, pero ella solo oía los gritos. Los que aún zumbaban en su memoria. Los de su hermana, cuando el cielo se volvió rojo y nadie bajó a salvarla.
—¿Estás segura? —preguntó él.
Caela no respondió. Se pinchó el dedo y dejó caer la gota. La sangre tocó el centro del símbolo y la tinta del contrato cobró vida, retorciéndose como si despertara de un sueño largo y hambriento.
El aire se partió. El dragón nació.
Los primeros días fueron extrañamente silenciosos. Drokour apenas respiraba, encogido como un recuerdo. Caela lo alimentaba con leche tibia, pero también con palabras. Le hablaba de las montañas, de las estaciones, de las voces que ya no estaban.
Él, en sueños, le respondía con imágenes: un mar hirviendo, alas cruzando eclipses, el temblor de una espada al caer.
Creció rápido.
Su sombra ya llenaba el establo sagrado. Su fuego no solo calentaba: escuchaba. Cada emoción de Caela encontraba en sus llamas una traducción. Su rabia era viento seco. Su miedo, vapor salado. Su silencio, un zumbido denso, como una tormenta contenida.
—¿Por qué lloras cuando sueñas? —preguntó Drokour una noche, su voz hecha de brasas suaves.
—Porque no siempre fui esto —susurró ella, sin mirarlo.
—¿Qué eras?
—La hija de alguien. La hermana de alguien.
Drokour ladeó la cabeza. En sus ojos, el reflejo de un incendio antiguo.
Después, durante semanas, no hablaron de nuevo. Pero se escuchaban.
Él aprendía del modo en que Caela se detenía antes de tocar la escama rota de su lomo, como si temiera despertarlo del todo. Ella, en cambio, comenzó a distinguir las variaciones de su respiración. Supo cuándo soñaba con volcanes, cuándo con el silencio. A veces, mientras él dormía, Caela se acercaba y le susurraba palabras que no entendía del todo. Palabras heredadas de su madre, quizás, o de un tiempo que ya no recordaba.
Una noche, Drokour habló sin abrir los ojos.
—Dices que no recuerdas, pero tus palabras no son tuyas. Son de una voz que aún vive en ti.
Caela lo miró largo rato.
—Entonces, ¿soy solo una caja que resuena?
—No. Eres el eco… y también lo que lo provocó.
Caela sonrió por primera vez en semanas. Un gesto torpe, como una hoja que no sabe aún si es primavera.
Y desde entonces, se contaban secretos.
Ella le hablaba del miedo: del que grita y del que calla. Él le contaba lo que recordaba del fuego antes de tener forma. Del lenguaje de las montañas. De cómo las piedras también piensan, pero muy lento.
Aprendieron, sin quererlo, a quererse en esa forma extraña que tiene el alma de buscar hogar incluso en lo que la consume.
El contrato no era lo que parecía. Cada vínculo con un dragón exigía un pago: memoria por fuego, vida por vínculo. Caela lo supo cuando olvidó el color del vestido de su madre. Después, su risa. Luego, su nombre.
Lo había hecho para no olvidar, pero lo que quedaba era solo fuego y un rostro que ardía sin nombre en sus sueños.
Lo peor fue darse cuenta de que ya no le dolía.
—¿A cuántos más entrenaste antes que a mí? —le preguntó Drokour.
—A ninguno.
—Entonces… ¿por qué tienes ceniza en el alma?
Caela calló. Pero esa noche, al dormir, soñó con humo en forma de manos, con una torre hecha de huesos blancos, con una promesa rota bajo una luna temblorosa. Se despertó sin saber qué significaba.
Cuando llegó la primera luna roja, el vínculo estaba completo. El altar, ennegrecido por las llamas, parecía haber respirado. Drokour ya no cabía en él: sus alas rozaban el cielo; su pecho, la tierra.
—Hoy te libero —dijo él, sin solemnidad. Solo con certeza.
—No quiero.
—No recordarás quién eres cuando me marche.
Ella bajó la mirada. Las palabras de los suyos eran ya polvo. Solo quedaba el eco de un grito, una canción olvidada… y el nombre del dragón.
—Entonces… cuéntame. Cuéntame quién fui.
Drokour le tocó la frente con el hocico. Un calor suave, protector. Y comenzó a hablar.
Cada noche, desde lo alto del mundo, sobre los valles que ardían con su aliento, Drokour descendía al mismo claro. Allí lo esperaba una anciana, sentada junto a un roble calcinado. Ella no sabía por qué lo hacía. Solo sentía que algo la empujaba a ir.
Él hablaba.
—Fuiste fuego. No uno que quema, sino uno que guía. Me diste forma, me diste voz. A cambio, tomé tus nombres. Pero no tu esencia.
Ella escuchaba, sin entender del todo. Pero sonreía.
En su muñeca, aún visible bajo la piel arrugada, brillaba una cicatriz en espiral: una marca que nadie supo explicar.
Un día, el dragón dejó de venir. Ella no lo esperaba ya. Pero cada atardecer, tocaba con dos dedos la cicatriz, como quien entona una plegaria sin palabras. Y entre los árboles calcinados, en el silencio donde una vez hubo fuego, una frase parecía flotar en el aire:
Fuiste mía. Y yo fui tu fuego. Ninguno de los dos fue olvido.
Y aunque no supiera por qué, cada noche se dormía con una sensación cálida en el pecho, como si alguien, en algún lugar, aún recordara su nombre.

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