No fue el viento quien la llevó, sino mis propias manos cansadas de retener tanto silencio. La última carta, una confesión desnuda sobre el papel secante de mis noches, se escurrió entre mis dedos como si tuviera vida propia, un latido de papel fugándose por la herida abierta del balcón. La vi planear, torpe mariposa de tinta y remordimiento contra el lienzo cárdeno del atardecer urbano. Un instante danzó, suspendida entre mi mundo y el caos indiferente de las calles, antes de ser devorada por las sombras y los destinos ajenos. Quizás, la única forma en que mis palabras mudas encontrarían la voz que yo les había robado.
El ritual nocturno era mi única liturgia. El roce áspero del bolígrafo sobre la hoja, un sonido que arañaba el silencio espeso del apartamento. Escribía para ella, para la huella invisible que su risa había dejado grabada en el aire, para el frío táctil que se instaló en mi costado izquierdo desde su adiós. Cientos de cartas, un sudario de papel amarillento apilado en la oscuridad de un cajón. Eran esquirlas de mi naufragio, mudos testigos de un amor que respiraba bajo los escombros, un monólogo febril dirigido a un eco sordo. El olor a tinta vieja y a polvo de recuerdos se mezclaba con el aroma fantasma de su piel, un perfume a lavanda y tormenta que aún persistía en los pliegues de mi memoria.
En ellas guardaba cada palabra no entregada, cada caricia deshecha en el aire, cada boceto de futuro que ahora era ceniza. Las frases se enredaban con la melancolía pegajosa de la hiedra en muros abandonados, buscando metáforas que tuvieran la textura de la piel erizada, el sabor salado de una lágrima contenida. Hablaba de sus ojos, pozos oscuros donde mi alma aprendió a nadar y a ahogarse; de su voz, una melodía quebrada que vibraba en mis huesos; del invierno perenne que colonizó mi sangre tras su partida. Eran fragmentos de un yo que ya no existía, reflejando solo la geografía devastada de mi pena.
Cuando aquella última hoja voló, un hueco frío se abrió bajo mis pies, el suelo pareció inclinarse. Pánico y alivio trenzados en un nudo en la garganta. El último cabo que me amarraba a la ficción de su cercanía se había soltado, arrastrado por el azar. ¿A dónde iría? ¿Qué manos tocarían esas palabras escritas con la urgencia de quien se desangra en silencio? Sentí una lengua cubierta de invierno seco al imaginarla perdida, pisoteada, ilegible. El universo, pensé, afilaba su ironía con precisión quirúrgica.
Los días que siguieron fueron una niebla densa, horas sin contorno donde el silencio del cajón vacío resonaba como un grito. El ritual había muerto, dejándome expuesto, sin la armadura de la palabra escrita. Solo el vacío, tangible y helado.
Hasta que el timbre rasgó la quietud.
Un sonido brutal, casi profano en la atmósfera suspendida de mi luto. Vacilé, el pecho convertido en campana de bronce, resonando sordo ante la interrupción. Nadie llamaba. Nunca. Quizás era el viento, de nuevo su burla… Pero insistió, tres golpes secos, un código urgente contra la madera.
Mis pies, pesados como el plomo, me arrastraron hacia la puerta. La abrí con la mano temblando, el pulso desbocado entre el terror y una esperanza idiota, casi insultante.
Y allí estaba. Elena.
El tiempo había tallado nuevas líneas en su rostro, pero sus ojos… sus ojos eran aún esos abismos familiares donde una vez me perdí. Ahora, sin embargo, sostenían el peso de mil tormentas no lloradas. En una mano, crispada con nudillos blancos, sostenía mi última carta, la hoja única y ajada por su viaje imposible. Y en la otra… en la otra mano llevaba un pequeño fajo de sobres, atados con una cinta que alguna vez fue azul, gastados por un manoseo similar al de mis propias cartas ocultas.
El aire entre nosotros se volvió sólido, irrespirable. No cruzamos palabra. ¿Para qué? Su mirada encontró la mía, un impacto silencioso que me desnudó capa a capa, hasta el núcleo mismo de mi ser. Leída. Comprendida. Las cartas —la mía encontrada, las suyas reveladas— eran un puente inesperado sobre las ruinas humeantes de los años y el dolor. Un punto final dictado por el viento. O quizás, el inicio de un capítulo escrito en el lenguaje denso y sin palabras del reencuentro.
Quizá el viento no era viento. Tal vez fue la historia misma, cansada de ser silencio, la que decidió encontrar su voz.
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