Nadie supo nunca por qué el reloj solo funcionaba a oscuras.
Tampoco ella.
Lo encontró en el fondo del cajón de la cómoda, envuelto en un pañuelo de lino que aún conservaba el olor a tomillo que usaba su madre para espantar la tristeza. Era un reloj antiguo, de correa agrietada y esfera muda. No tenía números, ni manecillas, ni tic-tac. Solo un cristal opaco, como cubierto por una niebla tibia. Pensó que era un adorno o un mecanismo roto… hasta la primera noche.
Apagó la lámpara. Y entonces, la esfera respiró una luz tenue. Una cifra blanca se encendió, flotando en medio de la oscuridad: 7.
Creyó que era la hora. Pero no eran las siete. Ni de la tarde ni de la mañana. Aquella cifra no cambiaba. Hasta que besó a alguien.
Un beso torpe, en la mejilla de un amigo que no sabía consolarla. Esa noche, antes de dormir, miró el reloj. Ahora marcaba: 6.
Le costó aceptarlo. Luego, le costó aún más olvidarlo.
Cada beso verdadero —no los de rutina, no los fingidos— restaba uno.
No eran los que daba.
Eran los que le quedaban.
Pasaron los meses.
Cinco. Cuatro. Tres.
Guardó el reloj en un cajón. Apagó sus ganas. Encendió la luz de todos los días.
Y vivió como si el amor fuera una superstición que ya no podía permitirse.
El encuentro ocurrió un martes de enero, cuando el cielo tenía el color de una promesa no cumplida.
Entró a una galería sensorial donde todas las salas estaban a oscuras.
“Experiencia inmersiva”, decía el cartel.
Mentían. Era un refugio.
Un lugar para quienes no sabían mirar con los ojos abiertos.
En la cuarta sala, su hombro rozó otro. Un murmullo de disculpa.
Y después, el silencio.
Solo que no era silencio: era espera.
Entonces lo vio.
Una luz débil, como un pensamiento que apenas se atreve.
Provenía de su muñeca. El reloj había vuelto a brillar.
—¿También…? —dijo una voz.
Grave. Suave.
Como el sonido que hace una manta cuando cae sobre un sofá vacío.
Él levantó el brazo. En su muñeca, otro reloj.
Igual al suyo.
También marcaba 3.
No hablaron mucho. No hacía falta.
Pasearon entre cuadros que no podían verse, comentaron con gestos, a veces con la piel.
La oscuridad era un idioma.
Y ellos, recién nacidos en su gramática.
Al salir, ella se detuvo.
—¿Volverías conmigo? —preguntó.
—¿A la oscuridad? —dijo él.
—A todo lo que no se ve.
Él asintió.
Como si decir que no hubiera dolido más que el intento.
Esa noche, se besaron en la cocina, bajo la campana apagada.
Un beso lento, como si ambos recordaran algo que aún no había ocurrido.
Los relojes vibraron.
La cifra parpadeó.
1.
Se miraron. Rieron.
Y se besaron otra vez.
Entonces, sucedió.
Los relojes se fundieron.
No como metáfora. Literalmente.
Uno se disolvió en el otro, como si nunca hubieran estado separados.
Ya no había número.
Solo una pulsación tibia.
Una luz viva que no medía el tiempo, sino la certeza.
Hoy, cuando todo tiene luz, ella sigue apagando las lámparas de vez en cuando.
No para ver cifras.
Sino para recordar que la oscuridad también puede ser un principio.
A veces, en sueños, encuentra personas con relojes apagados.
Y les sonríe.
Con la muñeca desnuda
y la fe intacta.
La oscuridad no siempre es ausencia de luz. A veces es el lugar donde lo verdadero aprende a brillar.
Nota del autor:
Relato para el Vadereto de mayo de la página Acervo de Letras, del compañero José Antonio (JasNet). En esta ocasión el reto consiste en escribir un relato donde el núcleo sea la Oscuridad. Como dice JasNet: "Los protagonistas de vuestros relatos han de vivir un escenario lleno de Tinieblas, Negrura, Tenebrosidad, Opacidad…". Solo que en este relato, le he dado una vuelta de tuerca…

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