Aviso de contenido: Este relato contiene escenas de horror psicológico, desorientación existencial y pérdida de identidad, así como una atmósfera inquietante y perturbadora. Puede generar sensaciones de ansiedad, angustia o claustrofobia en lectores sensibles. Se recomienda discreción.
El Hambre
—No tienes por qué temerme —dijo la criatura, su voz un crujido de filamentos entrelazados en la penumbra.
Pero ella temblaba. Se abrazó a sí misma sin darse cuenta, frotándose los antebrazos con las yemas de los dedos. No de miedo, sino de algo más hondo, más antiguo. Un vértigo en la sangre, la certeza de que su existencia estaba desmoronándose.
La bodega respiraba. El aire estaba cargado de un zumbido que no venía de ninguna parte y, sin embargo, vibraba en su piel, dentro de su cráneo. La luz mortecina proyectaba sombras grotescas, alargadas, como si algo en el tiempo y el espacio se estuviera fragmentando a su alrededor.
En la esquina más oscura, él la observaba. No tenía carne ni hueso, solo hilos de luz entrelazados, pulsando en patrones que no seguían el ritmo de un corazón humano. Era un armazón frágil de energía, una geometría imposible sostenida por nódulos incandescentes.
—Me amas —susurró él.
Ella no respondió. Las palabras se le atascaban en la garganta como un puñado de arena seca. ¿Cuánto tiempo llevaba aquí? Se rascó la palma de la mano, un hábito infantil para anclar su mente. Días. ¿Años?
Sus recuerdos se deshacían como cenizas en el viento. Intentó aferrarse a algo: el aroma a eucalipto en el jardín de su infancia, la brisa fría en su ventana, la voz de su madre llamándola al anochecer… pero todo se desvanecía.
Solo quedaba él.
Y el zumbido.
El Origen del Hambre
—No siempre fui esto —le dijo una noche, cuando creyó haber dormido y despertado en otro tiempo.
Su voz sonaba más humana esa vez. O quizás era su mente desesperada por darle forma a lo incomprensible.
Él se lo contó todo. El origen del hambre.
Hubo un tiempo en que fue humano, pero el tiempo lo desgastó, lo afiló hasta vaciarlo. Para no desaparecer, aprendió a alimentarse. Primero fueron fragmentos pequeños: una mirada robada en una taberna, un nombre arrancado de los labios de un amante dormido. Luego, vidas enteras. Historias que se enredaban en su ser hasta consumirlas.
Él no mataba. Solo absorbía.
Hasta que un día se quedó solo, demasiado lleno y demasiado vacío a la vez. Y entonces la encontró a ella.
—Te amo —susurró él—. Quiero que seas parte de mí.
Ella sintió su garganta apretarse. Un latido errático golpeó en su pecho.
Y entonces entendió la verdad.
El Último Eco
Él no la estaba devorando.
Era ella quien lo estaba devorando a él.
Cada palabra que él le entregaba lo consumía. Cada historia, cada fragmento de su existencia se adhería a su piel, a su sangre, a su mente. Era un reflejo de lo que ella misma había perdido.
Sus pulsaciones erráticas titilaban. Sus manos temblaban. No quería soltarlo. No quería perder lo único que aún la miraba, aún le hablaba.
Él intentó aferrarse a sí mismo. Pero su silueta comenzó a descomponerse, deshilachándose en la nada.
Hasta que dejó de existir.
Y entonces ella sintió el hambre.
El vacío tenía dientes de cristal. Era un ente voraz, una ausencia infinita, un hambre fría y sin fondo.
El zumbido creció. Ya no era solo un sonido. Era un latido.
Sus venas ardían. Le dolían los dientes, como si algo dentro de ella quisiera escapar. Sus huesos crujieron como alambres tensados.
Llevó las manos a su rostro, esperando sentir su piel. Pero lo que encontró fue algo más… algo vibrante.
Miró sus manos y vio los filamentos extenderse bajo su piel. Pequeños nódulos prendieron a su garganta, brillando débilmente.
Jadeó, pero ya no sentía aire en sus pulmones.
Era ella ahora.
Pero aún no era suficiente.
La Nueva Hambre
La puerta de la bodega estaba entreabierta. El mundo seguía existiendo sin ella.
La ciudad respiraba con indiferencia, cada bocanada impregnada de herrumbre de vida: el crujido de uñas mordidas, el roce de sábanas en camas solitarias, el ritmo húmedo de una lengua sobre labios secos.
Ella salió.
El insecto atrapado en la bombilla batió sus alas una última vez. Luego cayó.
Caminó hasta la esquina. Una niña de trenzas mordisqueaba un panecillo con forma de estrella.
—¿Tienes hambre? —preguntó, extendiendo la mano con migajas que brillaban como orbes diminutos.
Los nódulos en su garganta pulsaron al unísono.
El aire vibró. Los cristales de las farolas vibraron con un fulgor intermitente, como si el mundo contuviera la respiración.
Ella sonrió.
Y, antes de que la niña pudiera soltar el pan, algo dentro de la mujer pulsó con un brillo febril, como una chispa devorando la oscuridad.
Epílogo
La niña estaba sentada en el suelo, con el pan entre los dedos. Su mirada vacía vagaba por la calle, como si intentara aferrarse a algo invisible.
Había algo importante. Algo que debía recordar.
Pero no quedaba nada.
Se llevó el panecillo a la boca y mordió con desgana.
No tenía hambre.
No tenía frío.
No tenía nombre.
A su alrededor, la ciudad siguió respirando con indiferencia.
En una esquina de la calle, la sombra de la mujer se diluyó poco a poco, desvaneciéndose entre las farolas parpadeantes.
Sus pasos no hicieron ruido.
Su reflejo no apareció en los charcos.
Solo el zumbido quedó en el aire.
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