La oscuridad llegó sin avisar. No con la lentitud habitual del atardecer, sino como si alguien hubiese soplado la vela del mundo.
Luis lo notó primero en la textura del aire. Había salido a revisar una denuncia de cazadores furtivos en la zona norte del bosque, pero algo estaba mal. El cielo, incluso a plena tarde, tenía ese tinte plomizo que anticipa el vértigo, no la lluvia. La brújula de su pecho —esa que lo mantenía cuerdo desde la muerte de su hija— vibraba, errática.
Se detuvo al borde de una hondonada. Allí, donde antes había un claro cubierto de helechos, ahora se abría un hueco sin fondo.
Una herida fresca en la piel del bosque, negruzca, sin bordes definidos, como si la noche hubiese decidido echar raíces.
Luis enfocó con su linterna. La luz no alcanzó el fondo. Fue como lanzar claridad al abismo… y verla devuelta sin memoria.
Entonces, lo oyó.
No fue un sonido. Fue un eco. No, más bien una ausencia de silencio con forma de voz.
Una palabra deshilachada:
—Papá…
Luis retrocedió. La linterna tembló. Aquella voz no era un capricho del viento. Era la voz exacta, íntima, imborrable de Alba. Su hija. Muerta hacía tres años.
—Alba…
El hueco pareció respirar. No era un aliento, sino una exhalación mineral que calaba el alma.
Un aliento sin cuerpo que rozaba los árboles y los hacía crujir como si recordaran algo.
Se agachó. El borde del abismo estaba cubierto de raíces descarnadas, como dedos de tierra arañando hacia fuera. El musgo olía a cobre viejo y agua estancada. Bajó un poco más. Un crujido le partió el equilibrio. Cayó de rodillas. Un roce frío le tocó el cuello.
—Vuelve…
Esa palabra no pertenecía a Alba. Era una segunda voz, usando su timbre como máscara.
Un susurro más cerca, como si la tierra hablara por todas sus bocas abiertas.
Luis enfocó de nuevo. La linterna parpadeaba. La humedad le subía por las piernas. Cada vez que iluminaba, el suelo parecía más poroso. Más vivo.
Y entonces la vio.
No a Alba. Una figura infantil de sombra, con su altura y su coleta torcida. Pero sin rostro.
—¿Papá… ya no me reconoces?
La linterna cayó. Y no hizo ruido al golpear.
Luis no gritó. Ni corrió. Solo avanzó.
El cuerpo le pesaba como si cada hueso recordara su culpa. Las manos le ardían. Bajo las uñas, tierra reciente. Bajo la lengua, el sabor oxidado del miedo.
La figura abrió los brazos. Su piel era humo sólido. Cuando Luis la abrazó, se deshizo lentamente, como ceniza adherida al alma, deslizándose por sus poros como mercurio gélido.
Y entonces entendió. No había bajado al agujero.
Él lo había abierto.
Lo había soñado tantas veces, cada noche desde el accidente. El grito. La cuneta. El bosque devorándolo todo. El entierro sin cuerpo.
Solo él sabía que fue su furia la que desvió el volante. Que la curva no falló: falló él.
El susurro volvió, más suave ahora. Casi tierno.
—Gracias por volver. Ya no estoy sola.
La linterna se apagó del todo. Y no hubo oscuridad. Solo la certeza de que nada volvería a ser luz.
A la mañana siguiente, los forestales encontraron la camioneta de Luis con las puertas abiertas y las luces encendidas. El motor aún tibio. El reloj detenido a las 21:06.
No había señal de él.
Solo algo curioso: en medio del claro, donde la tierra estaba perfectamente lisa, había dos pares de huellas que se dirigían hacia el bosque más profundo.
Ambas eran pequeñas. Y descalzas.
Nota del autor:
Relato para el Vadereto de mayo de la página Acervo de Letras, del compañero José Antonio (JasNet). En esta ocasión el reto consiste en escribir un relato donde el núcleo sea la Oscuridad. Como dice JasNet: "Los protagonistas de vuestros relatos han de vivir un escenario lleno de Tinieblas, Negrura, Tenebrosidad, Opacidad…"

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