Relato para el Concurso de relatos de El Tintero de Oro, propuesto por nuestra compañera Merche, de literatureandfantasy.
Dicen que antes las horas tenían color. Que los minutos sabían distinto. El tiempo no corría: danzaba. Eran días líquidos, segundos que se deshacían como copos en la lengua. Cada instante tenía un aroma nuevo: tierra mojada, pan reciente, piel que ríe. Pero eso fue antes de que el mundo olvidara cómo escuchar el silencio.
Ahora, el tiempo era plano. No sabía, no sonaba, no dolía. Solo pasaba.
Él no tenía nombre, o quizás lo había abandonado en algún rincón del olvido. Lo único que conservaba era la capacidad de notar lo que nadie más veía: el temblor mínimo en una promesa fingida, el eco apagado de una carcajada vencida. Veía el gris extendiéndose en todo. En todos.
La pandemia espiritual no se anunciaba con fiebre, sino con una ausencia sutil. Se infiltraba en palabras que ya no tocaban, en miradas incapaces de quedarse. Nadie gritaba ni lloraba; solo se aceleraban. Era la Fiebre Pálida, un desgaste lento del alma que exprimía el mundo hasta dejarlo hueco. Robaba las pausas, borraba sombras. Las historias dejaron de contarse, las risas perdieron su eco. El silencio ya no era refugio: era jaula.
Una noche —de esas donde el insomnio no arde, solo entumece— algo descendió frente a él. No caminó. No brilló. Simplemente apareció.
Era una forma imposible, construida de reflejos y suspiros. Como si alguien hubiera soñado una idea que se negaba a despertar. Su presencia fluctuaba: ahora una silueta tenue, ahora una bruma luminosa. No tenía rostro, pero él sintió haberla visto antes, quizás en un sueño perdido de infancia.
—¿Quién eres?— preguntó él, y su voz apenas rozó el silencio.
La entidad titiló, como si respirara. Sintió la respuesta sin escucharla, resonando dentro del pecho:
—Soy Elpis. Soy quien permanece cuando todo se pierde.
Y Elpis susurró entonces el acertijo:
“Si me atrapas, me desvanezco.
Si me sueltas, te transformo.
Soy sombra de Pandora y luz en tu mano.”
El enigma se incrustó en su piel como una melodía que necesitaba seguirse. La entidad no lo guio, solo existió a su lado, una brisa intangible que lo empujó suavemente a caminar.
Primero atravesó una biblioteca de mármol frío. Los libros tenían lomos intactos pero páginas en blanco, relatos amputados antes de nacer. El aire era ceniza sin fuego, y al rozar los estantes, sintió en sus dedos el dolor hueco de historias sin voz.
Continuó. Cruzó una ciudad de edificios altos y ventanas sin reflejos. El sol era un disco opaco sobre calles vacías, sin sombra, sin rumor. La gente era siluetas rápidas, rostros lisos sin expresión, cuerpos sin peso ni memoria. Sintió cómo aquel gris frío intentaba subir por sus venas.
Luego, un teatro inmenso, devastado por un silencio tan denso que pesaba en los huesos. Las butacas eran polvo, el escenario, un pozo oscuro. Se sentó. El latido de su corazón parecía sonar fuera del cuerpo, un tambor distante. Elpis vibraba suavemente a su lado, tan débil que parecía un eco de sí misma.
La desesperanza lo cubrió como una niebla, amenazando con llevarse lo último que le quedaba de sí mismo. Cerró los ojos.
Entonces ocurrió.
No fue un grito. Fue una ausencia que se quebró.
Una voz se levantó en el centro de su pecho, cálida, como madera crepitando junto a un fuego antiguo. Era una voz hecha de cuentos sin final, capaz de detener el mundo sin hacer ruido. Era la voz del tiempo verdadero. No el tiempo medido, sino el que se comparte, el que respira contigo.
Y con aquella voz vinieron recuerdos. No eran suyos. Ni de nadie. Eran de todos.
El primer beso en una plaza tibia. El olor a sopa hecha por manos que ya no estaban. El dibujo arrugado de un niño. La carcajada que sacaba lágrimas de alegría.
Y comprendió.
No debía resolver el acertijo. Debía recordarlo.
Recordar que el tiempo no se guarda. Se vive.
Que no se atrapa. Se suelta.
Que no se posee. Se comparte.
Una grieta atravesó la opresión del silencio, dejando entrar luz. La biblioteca respiró, y los libros susurraron sus historias. La ciudad recuperó sombras danzantes, y el teatro… el teatro se llenó de aplausos invisibles, resonando con vida recuperada.
Elpis flotó frente a él, radiante, hecha ahora de una luz cálida y latiente. Antes de desaparecer, depositó algo en sus manos abiertas: una semilla pequeña, viva, que pulsaba suavemente.
—Crezco donde me siembras—susurró la entidad, y se disolvió en destellos mínimos.
Él sonrió. No con los labios, sino con el alma abierta como una puerta. El aire olía otra vez a lluvia fresca y pan reciente.
En medio del pecho, sintió el pulso diminuto de aquella semilla, acompasado con su corazón y con aquel viejo reloj agonizante que ahora latía firme.
Y en su pecho, el tiempo floreció.
"Brotó la semilla.
Un minuto en flor abierta
respiró en su piel."
Nota del autor:
Este relato es un susurro sobre el tiempo que parece perder su color en nuestra prisa diaria. Una exploración de esa desconexión silente que a veces se instala sin aviso, y la búsqueda de una luz –quizás con nombre propio, como la esperanza– que a menudo reside en la memoria compartida y en recordar que los instantes son para vivirlos, no para intentar atraparlos.

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