A veces, el viento trae consigo un perfume inequívoco a almendra temprana, una fragancia que se adelanta a cualquier calendario y florece en el aire invernal. Es entonces, y solo entonces, cuando sé que habrá carta. Las deposito sobre la mesa de caoba de la vieja botica, sin la premura de abrirlas al instante. Necesito contemplarlas, sentirlas respirar una tinta imbuida de memoria y ausencia. Su caligrafía, reconocible incluso en su temblor etéreo, parece trazada por una mano que aún conservara el tacto, la calidez de la piel. La firma varía con una delicadeza fantasmal: a veces un escueto «Olen»; otras, apenas el esbozo de una flor. Una amapola de pétalos desiguales, como pintada con premura antes de una partida. Un lirio torcido, melancólico. O un almendro diminuto, perfilado con líneas casi invisibles, un árbol que es promesa y recuerdo.
El cartero nunca las trae; su figura encorvada jamás se detiene en mi umbral con estos mensajes particulares. Nadie las ve llegar. Simplemente aparecen, como susurros materializados, siempre impregnadas del mismo perfume inverosímil: almendros en plena floración, desafiando el corazón helado del invierno.
Tú estabas hecho de ramas, Olen. Así te veía, así persiste tu imagen en el tejido de mis días. Tus dedos, largos y nudosos, poseían esa forma singular de acariciar, como quien busca palpar las raíces secretas que se aferran a la tierra nutricia. Hablabas de las plantas como si fueran confidentes, seres dotados de un entendimiento silencioso; parecías convencido de que comprendían el lenguaje del viento y de la lluvia. Recuerdo una tarde, sentados bajo el viejo nogal del patio trasero, mientras yo intentaba en vano dibujar el vuelo errático de una mariposa. Tú reíste suavemente, tomando mi carboncillo. «No intentes atraparla, Elia», dijiste, tus ojos reflejando el verde profundo de las hojas. «Observa cómo danza con el aire, cómo es parte de él. Así son todas las cosas vivas, libres en su esencia, conectadas en un baile que no siempre vemos». Luego, con trazos certeros, no dibujaste la mariposa, sino el vacío que su aleteo dejaba, la estela invisible de su libertad. Esa era tu manera de ver el mundo, encontrando la esencia en lo intangible. «Todas florecen cuando dejan de resistirse al frío», solías añadir después, con esa sabiduría tuya, serena y profunda, que tanto me maravillaba. Yo sonreía entonces, creyendo entender la metáfora, la lección oculta. Pero era solo una niña con las manos perpetuamente manchadas de tinturas y el corazón demasiado joven para descifrar la verdadera hondura de tus palabras.
La noche antes de tu partida, el aire olía a tierra removida y a la promesa amarga de la pólvora. Dijiste, con la voz velada por una certeza que entonces no comprendí: «Si muero, Elia, no será del todo. Las plantas no entierran, mi amor, transforman». Y luego, con el alba tiñendo de gris tus espaldas, te fuiste a la guerra, a ese campo yerto donde los hombres se convierten en olvido, en tierra que nadie reclama. Nunca volvió tu cuerpo. Solo las cartas, esquirlas de tu alma diseminada en el viento.
Hoy ha llegado una nueva. La he dejado sobre la caoba pulida, junto al mortero de latón que aún guarda el eco de tus manos moliendo hierbas. No decía tu nombre. Ni el mío. Solo una frase escueta, casi un soplo: «No me olvides. Estoy en flor.» Y el dibujo, esta vez más nítido, más urgente: un almendro blanco, soberbio en su soledad. Con una rama vacía, extendida hacia algo indefinido, un gesto suspendido en el papel. Tal vez, he querido creer con un nudo en la garganta, extendida hacia mí.
Salí al jardín trasero, ese pequeño universo que compartimos, con las manos temblando y una opresión dulce cerrándome la garganta. No recordaba cuándo había sido la última vez que la nieve había osado visitar la primavera incipiente. Pero allí estaban, majestuosos, los almendros, cubiertos de una floración nívea, impoluta. Como si algo –o alguien, con una voluntad tejida de afecto y memoria– los hubiera despertado de su letargo invernal, instándolos a desafiar la estación con una belleza obstinada. Me detuve frente al árbol del fondo, el patriarca del jardín. El más viejo, el que plantaste tú mismo una madrugada gélida, con los dientes apretados contra el frío cortante y esa risa tuya, siempre un poco escondida en la barba mal recortada, pugnando por salir como una raíz buscando el sol. Sus ramas, antes esqueléticas, se agitaban ahora con una gracia inusitada, aunque no soplara brisa alguna. Un movimiento interior, una danza secreta que solo el corazón podía percibir. Me acerqué despacio, conteniendo la respiración. Alcé una mano y toqué la corteza rugosa. Estaba tibia. Inconfundiblemente tibia. Como si un corazón antiguo y paciente latiera muy despacio bajo la madera ancestral, un pulso vital resonando desde las profundidades de la tierra.
Las cartas comenzaron a llegar con más frecuencia después de aquel día, casi una por semana, cada una un susurro más insistente de tu presencia transformada. Cada una traía una flor diferente, un lenguaje botánico que solo yo podía empezar a descifrar, un herbario del más allá. Algunas eran flores secas, reales, delicadamente cosidas a la esquina del papel con un hilo de plata casi invisible, espectros fragantes de prados lejanos. Otras, dibujos de una precisión asombrosa, trazados con una tinta que olía inequívocamente a tierra mojada después de la lluvia, a raíces expuestas y al humus fértil de los bosques primigenios. Una, que guardo bajo la almohada como un tesoro de insomnio, decía: «Recuerdo tu cabello enredado en mis dedos cuando el sol se dormía en los campos. No lo recuerdo por amor, Elia, en el sentido que los hombres le dan. Lo recuerdo por raíces, por la forma en que todo lo vivo se entrelaza en una red invisible de sustento y memoria.» Otra, con el dibujo de un nomeolvides de un azul tan profundo que parecía contener el cielo nocturno, planteaba una pregunta que se clavó en mi alma como una espina dulce: «¿Y si todo lo que vivimos, cada risa, cada lágrima, cada silencio compartido bajo la luna cómplice, no fue más que el sueño de una semilla dormida, esperando pacientemente la estación correcta para despertar a su verdadera forma?»
Yo ya no dormía bien. El sueño se había vuelto un umbral incierto, un jardín donde tu ausencia era una presencia tangible, una sombra que olía a flores desconocidas. Me despertaba con un persistente sabor a pétalos en la boca, a veces amargo como la cicuta, a veces dulcemente terroso como la remolacha recién arrancada. En ocasiones, al mirar mis manos a la primera luz del alba, descubría las yemas de mis dedos teñidas de un polen dorado, finísimo, como si la aurora hubiese destilado su esencia sobre mi piel… No contaba esto a nadie. ¿Cómo explicar que un muerto escribe con la cadencia de las estaciones, que su voz llega en el aroma de una flor? ¿Cómo articular la creciente certeza de que quizás, Olen, no estás muerto en el sentido yermo y definitivo de la palabra, sino transmutado en algo más vasto, más perenne?
Anoche soñé con el jardín. Pero era otro, o el mismo transfigurado por una luz que no pertenecía a este mundo, un paisaje onírico bañado en la luz de una luna imposible. Los almendros eran más altos, casi catedralicios, sus ramas entrelazadas formando bóvedas góticas bajo un cielo que refulgía como amatista derretida. Su savia no era un fluido oculto, sino que brillaba a través de la corteza con pulsaciones de luz plateada, como si ríos de estrellas corrieran por sus venas. Caminé entre ellos, descalza sobre una hierba que susurraba melodías antiguas, cantos de la tierra olvidados por los hombres, y en el claro central, encontré una figura. No tenía un rostro definido, era más bien una silueta tejida de luz y sombra, de hojas susurrantes y viento arremolinado. Pero llevaba tus manos, Olen, esas manos largas y nudosos que tan bien conocía, manos que sabían de tierra y de ternura. Me tendió una carta, el papel hecho de pétalos prensados, tan frágil como el ala de una libélula. Cuando la abrí, no había palabras escritas con tinta. Solo un mechón de mi propio cabello, trenzado con una hebra de hierba luminosa, un lazo entre dos mundos. Desperté llorando. No de miedo. De una certeza tan profunda y serena como la tierra misma después de una lluvia sanadora.
He decidido seguir el rastro, Olen. Tu rastro de flores y tinta invisible, el mapa de tu nueva existencia. Guardo tus cartas en una caja de lino viejo, el mismo lino con el que envolvía mi abuela los amuletos protectores y las promesas que no debían romperse, reliquias de una fe sencilla y poderosa. La botica, con sus estantes llenos de remedios para el cuerpo, ha quedado en silencio. Las plantas que allí habitan seguirán solas su curso inmutable, como lo hice yo todos estos años, aferrada a una ausencia que ahora florece con una vitalidad inesperada. Me sorprende la calma que me embarga, una serenidad que se asienta en el fondo de mi pecho como una piedra lisa en el lecho de un río. Es como si una parte de mí, la más antigua, la más conectada a la tierra, supiera desde siempre que este momento, este viaje hacia lo desconocido, llegaría inexorablemente.
El sendero entre los almendros del jardín parece más largo hoy, sus contornos más antiguos, imbuidos de una sacralidad nueva y silente. Como si los árboles, en su sabiduría callada, hubieran estirado sus raíces por las venas ocultas del mundo, conectando este pequeño huerto con todos los jardines posibles, con el corazón verde del planeta. El último árbol –aquel que durante tantos inviernos pareció a punto de morir, resistiendo apenas, un esqueleto aferrado a la vida– está ahora en plena floración. Una única flor blanca adorna su rama más alta. Pura. Perfecta. Una invitación luminosa en la quietud del jardín. Sus ramas no tiemblan. Esperan, con la quietud de lo inevitable, de lo que está destinado a ser. Bajo su sombra generosa, la tierra desprende un aroma complejo: a tinta antigua de libros olvidados, a sal marina traída por un viento imposible que huele a océanos lejanos, y a ese olor inconfundible a hogar que creí perdido para siempre, el aroma de la pertenencia. Cavo con las manos. La tierra cede con una docilidad sorprendente, blanda y acogedora como un regazo materno. Y allí, envuelta en un lecho de musgo fresco y fragante como un bosque en miniatura, encuentro la carta final. No está escrita con tinta humana. Está escrita con savia luminosa, las palabras latiendo con una luz propia sobre una hoja de almendro recién caída, aún vibrante de vida.
«Si recuerdas este lugar, Elia, es porque también has florecido en la ausencia, transformando el dolor en raíz. Si puedes leerme con el corazón, es porque aún estás enraizada profundamente en mí, y yo en ti, en un abrazo eterno. Si vienes, no mueres. Renaces.»
La hoja tiembla en mis manos, o quizás son mis manos las que tiemblan, contagiadas por el pulso de la tierra que me llama. Una parte de mí –la que aún se aferra a la lógica fría del mundo que dejamos atrás, la que aún teme lo desconocido, la que aún duda de la voz del viento y del lenguaje de las flores– quiere dar media vuelta, huir de esta revelación que lo cambia todo, que deshace las fronteras entre la vida y la muerte. Pero mis pies, desobedientes y sabios, ya han hundido raíces invisibles en el suelo nutricio, anclándome a este destino florecido. Me recuesto junto al tronco del almendro, apoyando la espalda contra su superficie. No es madera áspera lo que siento bajo mis dedos. Es piel tibia, vibrante como un cuerpo joven. No es corteza inmóvil. Es un latido constante, profundo, acompasado con el mío, una sintonía perfecta. El viento sopla entre las ramas, ahora cargado de susurros inteligibles, de promesas cumplidas y de canciones antiguas. Huele intensamente a almendra, a vida nueva que se desborda, a eternidad compartida. Mis dedos se hunden en la tierra fértil, buscando su calor. Mis ojos se cierran, entregándose a la transformación con una paz infinita. Y en algún lugar, muy dentro de mí, en el centro mismo de mi ser que ahora se expande, escucho con una claridad meridiana cómo empiezan a crecer, fuertes y luminosas, mis propias ramas, buscando la luz.
A veces, para volver a vivir de verdad, basta con dejarse plantar en el lugar correcto, donde el amor aguarda, transformado y eterno.
Nota del Autor:
Hay susurros que el tiempo no puede acallar, esencias que perduran más allá de la ausencia. "El susurro de los almendros blancos" nace de la contemplación de esos lazos invisibles que nos unen a quienes amamos y a los ciclos de la naturaleza, donde cada final es también una semilla de esperanza. Un pequeño homenaje a la poesía que encuentra la primavera incluso después del invierno más largo.
«Podrán cortar todas las flores, pero no podrán detener la primavera».
Pablo Neruda

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