Micro para el microrreto de marzo (2025) de El Tintero de Oro
El reloj sumergido marcaba la hora exacta en que dejaron de soñarse.
Él —o ella, o ambos— solía cerrar los ojos y sentir cómo las paredes latían al compás de una melodía sin nombre. Caminaban por pasillos que se curvaban como costillas, se encontraban al borde de acantilados suspendidos en agua, intercambiaban promesas escritas con tinta de viento. Pero aquella mañana, la ciudad onírica amaneció deshabitada.
No hubo discusión. No hubo grietas. Solo el crujido suave de algo esencial desmoronándose sin ruido.
Ella —o él, o nadie— se detuvo en mitad de la nada. Llevaba en la mano una llave sin cerradura. Bajo sus pies, el suelo susurraba con un idioma antiguo y húmedo. El otro no estaba. No llegaría tarde. No estaba atrapado en un sueño distinto. Simplemente, ya no soñaba con ella. Ni ella con él.
El mundo no se rompió. Fue peor: siguió girando. Imperturbable. Implacable.
El viento arrastró los pétalos marchitos de un recuerdo sin dueño. La casa que construyeron juntos —de palabras, de tactos, de alientos— se deshizo en niebla, sin violencia. Solo se borró.
Y al despertar, la ausencia no era hueco. Era un lugar entero. Un país sin fronteras donde el amor había sucedido. Pero ya no estaba.
Ni quedaba camino de regreso.
El silencio no dolía: pesaba. Una bruma tibia e inmóvil lo llenaba todo. Y en ella, el eco de lo que fue.
El desamor no gritaba.
Solo existía.
Para siempre.
Jamás.
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