El banco aún crujía bajo su peso, como si recordara.
Había vuelto a la estación sin nombre, donde la promesa de un regreso flotaba entre el polvo y las telarañas.
La flor que traía —una dalia seca, quebradiza como su fe— había perdido su color hacía años. Aun así, la sostenía con la reverencia de quien porta una reliquia.
El reloj seguía detenido en la misma hora: las 10:11. El segundero, una aguja al borde del salto, congelada en su intento.
Una vez al año, él venía.
Se sentaba. Esperaba.
El viento barría hojas que no existían. El aire olía a óxido, a lluvia detenida. A recuerdos sin nombre.
Nadie descendía del tren.
Nadie lo miraba desde el otro andén.
Las promesas, pensó, no caducan: se fosilizan.
El silencio no era ausencia, sino forma. Lo abrazaba con dedos de polvo y le murmuraba desde los muros agrietados.
Quizá ella nunca dijo “volveré”.
Quizá solo lo pensó muy fuerte.
Y él… lo escuchó demasiado bien.
A sus pies, dejó la dalia.
No sobre el cemento: sobre una grieta oscura, donde el musgo respiraba lento.
Una ofrenda para la espera.
Al marcharse, no miró atrás.
Tampoco aceleró el paso.
Después de todo, era un experto en esperar.
✍️ Nota del autor
Microrrelato escrito para el reto “La espera”, organizado por el Tintero de Oro (7ª temporada, mayo 2025). Inspirado en esa forma densa y suspendida del tiempo que no siempre transcurre: a veces, simplemente se instala en nosotros. Porque no todo el que espera lo hace por alguien; a menudo se espera algo que no llega, y en esa quietud también hay una forma de vivir.

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