Jack Kerouac me diría que escribir es como lanzarse a la carretera sin un mapa, con solo una máquina de escribir y una garrafa de café. ¿Plan? No, gracias. Solo velocidad, vértigo y un leve aroma a desesperación creativa. F. Scott Fitzgerald, en cambio, me miraría con cara de “¿Pero tú has visto cómo tengo corregido este manuscrito?” y volvería a reescribir la misma frase por décima vez. Y probablemente cambiaría una coma, solo para quitarla media hora después. Entre estos dos extremos se mueven los métodos de escritura de autores famosos, desde los que escriben con la intensidad de un vendaval hasta los que cincelan cada palabra con precisión obsesiva.
Algunos creen en la velocidad y la espontaneidad, en atrapar la historia antes de que se les escape, como si fuera un pez resbaladizo que no se deja pescar dos veces. Otros, en cambio, prefieren esculpir cada palabra hasta que brille como si hubiera sido cincelada en mármol. Literalmente. Tardan tanto que probablemente han considerado tallar la versión final en piedra.
Velocidad contra perfección: una batalla literaria
La pregunta es: ¿Qué método es mejor? Para responder, tengo que hacer un viaje por la mente de los más grandes. Me subo al coche de Kerouac, que probablemente sea un viejo Cadillac con olor a carretera, noches en vela y un ligero toque de sudor existencial. Acelero sin mirar atrás.
Antes de darme cuenta, Nabokov me detiene en seco. No con un alto en la autopista, sino con un montón de fichas ordenadas de manera obsesiva, como un bibliotecario con trastorno del control absoluto. “No puedes seguir sin entender la estructura”, me dice, mientras revisa mi itinerario con una lupa. Yo asiento, pero, en cuanto se distrae, arranco de nuevo.
Al poco rato, tomo un desvío hasta la casa de George R.R. Martin. Me recibe en bata, con ojeras y con un pergamino lleno de excusas perfectamente justificadas sobre por qué aún no ha terminado Vientos de invierno. “Es que verás”, empieza a decirme, pero yo ya estoy otra vez en la carretera.
La eterna lucha entre creatividad y control
Por un lado, está el instinto puro: la escritura que brota sin filtro, sin miedo, sin frenos. Como si las palabras cayeran del cielo y el escritor solo tuviera que atraparlas antes de que se pierdan en la nada. Por otro, el arte de la corrección milimétrica, la manía de quienes creen que cada palabra cuenta y que ninguna debe ser puesta a la ligera. (Probablemente también crean que doblar las esquinas de los libros es un crimen).
En medio de todo, un dilema eterno: ¿escribir sin control o pulir hasta que duela? Acompáñame, porque esto no va solo de literatura. Va de la batalla entre el caos y el orden, entre la improvisación y la estrategia, entre dejarse llevar y corregir hasta la extenuación… o corregir tanto que el texto nunca salga del maldito cajón.
Escribir como un relámpago: la filosofía de la velocidad
Jack Kerouac no escribía. Descargaba palabras como un relámpago en mitad de una tormenta eléctrica. "En el camino" nació en un rollo de 36 metros de papel teletipo, escrito en un frenesí casi místico, sin pausas, sin correcciones, sin detenerse a preguntarse si lo que estaba escribiendo tenía sentido. Y eso era precisamente lo que lo hacía tan auténtico. Un estilo que no solo definiría la literatura Beat, sino que marcaría a generaciones enteras de escritores con su energía cruda y su sensación de viaje sin destino fijo.(Enlace)
La máquina de escribir era su pedal de acelerador, y él lo pisaba a fondo, como si una frase demasiado lenta pudiera arruinar toda la esencia del viaje. ¿Edición? Ni hablar. ¿Fluidez? Absoluta. Para Kerouac, la pureza de la primera idea era sagrada. Editar era como detener un río para analizar cada gota de agua.
"Escribe lo que quieras desde el fondo de la mente", decía. Y uno puede imaginarlo, con los ojos inyectados en cafeína, tipeando con la misma urgencia de alguien que intenta anotar una profecía antes de que se desvanezca en el aire. Si le hubieras mencionado la palabra "revisión", probablemente te habría lanzado una mirada de desprecio, o peor aún, te habría soltado un monólogo beatnik de tres horas sobre cómo la edición mata la autenticidad.
El método King: rapidez con bisturí
Kerouac no es el único profeta de la velocidad. Stephen King también defiende la idea de que la escritura debe fluir como un torrente. Pero aquí viene la diferencia: King sí edita. Y lo hace con precisión quirúrgica.
Su regla de oro es clara: un borrador terminado en tres meses. No seis. No un año. Tres meses. Y luego, a la fase de poda: cortar un 10% del texto (enlace).
Sin miramientos. Sin sentimentalismos. Si una frase no aporta algo esencial, King la fulmina sin pestañear.
Lo cual suena fácil, salvo para los que intentamos reducir el 10% y terminamos agregando otro 15% porque "bueno, ahora que lo releo, esta parte necesita más contexto".
King compara el proceso con la arqueología. "La historia ya está ahí, solo tienes que excavarla", dice. Pero a diferencia de Kerouac, él no deja la piedra bruta sin pulir. Escribe rápido, sí, pero después saca el bisturí y elimina lo innecesario sin piedad. Esa combinación entre velocidad y precisión lo convierte en un referente dentro de los métodos de escritura de autores famosos.
Si Kerouac era un huracán que arrasaba todo a su paso, King es el cirujano que corta lo que sobra sin titubear. No se obsesiona con la perfección, pero tampoco deja que la espontaneidad lo arrastre a terrenos peligrosos. Su secreto es este: escribir con el instinto encendido y editar con la lógica afilada.
Ray Bradbury y la escritura a contrarreloj
Y luego está Ray Bradbury, el escritor que literalmente pagaba por escribir. Mientras otros autores buscaban inspiración en largas caminatas o botellas de whisky, él metía monedas en una máquina de escribir pública como si estuviera alimentando a un monstruo mecánico.
Fahrenheit 451 nació en el sótano de la biblioteca de la UCLA, donde Bradbury alquilaba una máquina de escribir por diez centavos la media hora. Nueve días y nueve dólares con ochenta centavos después, tenía la primera versión de su novela(enlace). Sí, menos de lo que cuesta un gin tonic hoy en día. (Lo cual es una tragedia por sí misma).
Pero lo interesante no es solo la rapidez con la que escribió, sino su filosofía. Bradbury no creía en los bloqueos. ¿Atascado? No, amigo, escribe. ¿No sabes por dónde seguir? Escribe más. ¿Sientes que lo que estás escribiendo es terrible? Bueno, escríbelo igual y preocúpate después.
"Escribe con entusiasmo o no escribas en absoluto", decía. Para él, la escritura era un acto de energía pura, un salto al vacío sin paracaídas ni segundas oportunidades. Si una historia no fluía naturalmente, es que no debía escribirse.
Y esa energía se nota en su estilo: rápido, vibrante, sin frenos. Sus historias no caminan, corren. Sus frases no respiran, se lanzan en cascada como si tuvieran prisa por llegar a su destino. No hay pausas, no hay tiempo para cuestionarse nada.
Cuando la velocidad no es suficiente
Pero no todo en la literatura es vértigo y adrenalina. Por cada Kerouac que escupe palabras como un volcán en erupción, hay un Nabokov que las coloca con precisión quirúrgica. Por cada King que excava historias con rapidez, hay un Tolkien que revisa y expande su mundo hasta que cada detalle encaje como una pieza de orfebrería.
Aquí es donde surge la gran pregunta: ¿y qué pasa si ninguno de estos métodos te funciona? Porque escribir rápido está bien, pero no si lo que produces es una masa de palabras sin sentido. Y escribir despacio puede ser ideal, pero no si acabas en un limbo eterno de correcciones sin publicar nada.
Así que, mientras algunos escritores confían en la velocidad y la inspiración, otros creen que la verdadera magia está en el trabajo meticuloso. Lo curioso es que, cuando se analizan los métodos de escritura de autores famosos, no hay una única respuesta correcta. ¿Y si ambos tienen razón? O peor aún, ¿y si ninguno la tiene?
La pregunta sigue en el aire: ¿Qué método es mejor? O mejor dicho, ¿Qué método funciona para ti? Porque, en última instancia, no se trata de escribir rápido o escribir despacio, sino de escribir de la manera que haga que tus historias cobren vida.
La escritura como artesanía: perfeccionistas en acción
Si Kerouac era un torbellino, Fitzgerald era un cirujano con el bisturí en la mano y el pulso tembloroso de tanto café. No escribía, tallaba. El Gran Gatsby no fue redactado, fue esculpido palabra por palabra, como un escultor quitando el mármol sobrante hasta encontrar la forma perfecta.
Una frase aquí, otra allá, un ritmo que debía ser impecable, una cadencia que debía sonar como jazz en la página. Pero claro, cuando alguien edita con obsesión, siempre hay un Hemingway cerca para darle una colleja.
Hemingway, que escribía con la misma economía de palabras con la que bebía whisky (es decir, sin dejar ni una gota), miraba a Fitzgerald con la ceja levantada y le decía que dejara de pulir el maldito texto. ¿Y qué hacía Fitzgerald? Pulirlo aún más. Se cuenta que llegó a reescribir El Gran Gatsby entero varias veces, hasta que cada frase parecía sacada de una pieza de orfebrería literaria. Si lo hubieras dejado, probablemente aún estaría reescribiendo la primera página. Este nivel de perfeccionismo es lo que define muchos de los métodos de escritura de autores famosos, donde la obsesión por la precisión puede ser tanto una bendición como una maldición.
Nabokov y su obsesión por las fichas
Y luego tenemos a Vladimir Nabokov, el escritor que no redactaba, sino que ensamblaba. Mientras otros autores se apoyaban en cuadernos o máquinas de escribir, Nabokov construía sus novelas en fichas de cartón, como un arquitecto obsesionado con cada ladrillo.
Cada fragmento de Lolita fue escrito en tarjetas individuales y luego reorganizado con la precisión de un neurocirujano que juega al Tetris con párrafos enteros.
¿Que quería mover un párrafo? Nada de tachar y reescribir: sacaba la ficha y la ponía en otro sitio. Este método, que suena como la pesadilla logística de cualquier editor, le permitía obsesionarse con la estructura hasta alcanzar la perfección.
Y vaya si lo consiguió: cada frase de Lolita está tan milimétricamente calibrada que no parece escrita, sino diseñada. No hay una palabra fuera de lugar. No hay una pausa sin intención. Es un reloj suizo convertido en literatura.
James Joyce y la guerra contra las comas
Si hablamos de perfeccionismo extremo, hay que encender una vela y hacer una reverencia a James Joyce, el hombre que podía pasar una semana entera debatiendo consigo mismo sobre si una coma debía estar ahí… o no.
No estamos hablando de un par de revisiones rápidas, no. Estamos hablando de un tipo que tardó siete años en escribir Ulises y diecisiete en terminar Finnegans Wake. Diecisiete años. Para un libro. La mayoría de nosotros no podemos esperar ni tres días para recibir un paquete de Amazon.(Enlace interesante… sobre Joyce, no sobre el paquete de Amazon)
Joyce no solo editaba, luchaba cuerpo a cuerpo con el idioma. Cada palabra tenía que resonar como una sinfonía en su cabeza, encajar en un flujo de conciencia que pareciera natural, pero que en realidad estaba afilado hasta lo obsesivo.
Si eso significaba pasar toda una mañana poniendo una coma y toda la tarde quitándola, pues así lo hacía. La escritura no era solo escritura, era una guerra abierta contra la imperfección. ¿El enemigo? Cualquier frase que no sonara exactamente como debía sonar.
Imagino que si alguna vez hubiera escrito un mensaje de texto, lo habría corregido treinta veces antes de enviarlo. Y luego se habría arrepentido.
Tolkien, el arquitecto de mundos (y de correcciones eternas)
Y luego está J.R.R. Tolkien, el hombre que no escribía novelas, sino que levantaba civilizaciones enteras. Mientras otros escritores creaban personajes, él inventaba razas, idiomas, mitologías y hasta sistemas políticos. Su meticuloso proceso de escritura lo convierte en un referente clave al hablar de los métodos de escritura de autores famosos, ya que su obsesión con el detalle rozaba lo inhumano.
El Señor de los Anillos no nació de un impulso. Fue el resultado de décadas de planificación, bocetos, mapas, árboles genealógicos y lenguas inventadas. Cada página era el producto de una reescritura infinita porque, para Tolkien, si no estaba perfecto, no estaba listo.
Su editor confesó que tuvo que arrancarle literalmente el manuscrito de las manos para poder publicarlo. Si lo hubieran dejado, probablemente aún estaría en su escritorio, con una nota pegada que diría: “Pronto habrá una nueva versión, más precisa, más completa, con apéndices adicionales y quizás un mapa más detallado de la Comarca”. (link interesante).
El perfeccionismo de Tolkien no se limitaba solo al texto. Revisaba hasta los mapas de la Tierra Media para asegurarse de que cada trayecto tuviera sentido geográfico. Si un personaje tardaba tres días en cruzar un bosque, los tiempos debían encajar con el clima, la distancia y la topografía. Imagino que si hubiera escrito un libro sobre un supermercado, habría calculado hasta cuánto tardaba un hobbit en encontrar el pasillo del pan.
No es broma: revisó tantas veces sus textos que su hijo, Christopher Tolkien, pasó décadas publicando los manuscritos inéditos que su padre jamás consideró listos para la imprenta. Porque claro, cuando has creado un universo entero, ¿Cómo decides que ya está terminado?
Entre la velocidad y la meticulosidad
Mientras Kerouac se lanzaba al vacío confiando en el vértigo de la inspiración, estos escritores se sentaban con una lupa, un cincel y probablemente un leve tic nervioso, cincelando cada palabra hasta que la perfección fuera inevitable. Y eso plantea la pregunta del millón: ¿Dónde está el punto medio? ¿Cuándo se deja de pulir y se dice: "basta, esto está listo"?
Porque claro, es fácil reírse del que corrige hasta la desesperación… hasta que te encuentras releyendo tu propio texto por enésima vez y cambiando una palabra que ya habías cambiado cuatro veces antes. Ahí es cuando la realidad golpea: todos llevamos un pequeño Nabokov y un Kerouac peleándose dentro.
Quizá la verdadera diferencia entre estos dos enfoques no está en la velocidad o la paciencia, sino en la batalla interna de cada escritor. Ya seas un torbellino creativo o un obsesivo de la edición, el problema siempre es el mismo: saber cuándo soltar el manuscrito y dejarlo volar.
El eterno debate sobre la escritura y la corrección
Si algo me han enseñado estos genios es que no hay una única forma de escribir. Cada uno de ellos encontró su método, y todos funcionaron. Kerouac dejó que las palabras se derramaran sin freno, como un músico de jazz que improvisa sin mirar atrás. Tolkien construyó su universo como un arquitecto meticuloso que ajusta hasta la última piedra. King excava historias, mientras Nabokov las diseña con la precisión de un relojero.
Y aquí es donde surge la verdadera cuestión incómoda: ¿Cómo demonios saber cuál es el camino correcto? ¿Es mejor escribir con la velocidad de un relámpago o con la paciencia de un escultor renacentista? ¿Dejarse llevar por la primera idea o revisarla hasta el infinito? ¿Cuántas veces hay que corregir una frase antes de que pase de "brillante" a "sobreprocesada y muerta por análisis excesivo"?
La historia de la literatura está llena de autores que defendieron posturas radicalmente opuestas y, aun así, dejaron huella. Kerouac escribía sin parar y apenas corregía, y ahí está En el camino. Nabokov reescribió Lolita hasta el agotamiento, y el resultado es una obra maestra. King cree en la velocidad y la poda quirúrgica. Joyce se pasaba días discutiendo con su propia sombra sobre la ubicación de una coma.
Mientras tanto, los métodos de escritura de autores famosos siguen dividiendo a los escritores de hoy, demostrando que la única regla inquebrantable es la de encontrar un proceso que funcione para cada uno.
¿Quién tiene razón? Todos. Y ninguno.
Lo importante no es el método en sí, sino encontrar el que funciona para cada uno. Y ahí es donde entra el verdadero problema: la lucha interna del escritor. Porque al final, no se trata de quién tiene razón, sino de encontrar ese equilibrio entre la velocidad del relámpago y la precisión del bisturí.
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